En la nueva derecha americana, el nombre de San Agustín resuena como una autoridad doctrinal inapelable. No es casualidad que uno de sus principales referentes políticos, el vicepresidente J. D. Vance, lo haya elegido como patrón espiritual y justificación moral de sus ideas. Tampoco es coincidencia que, en una imagen reciente, Donald Trump apareciera vestido de papa, en un gesto más simbólico de lo que aparenta: en esa teatralidad generada por inteligencia artificial se lee una disputa por la legitimidad moral del cristianismo en el discurso público. Pero la elección de León XIV como primer papa estadounidense —y además agustino— cambia radicalmente las reglas del juego. Por primera vez, el Vaticano interpela desde dentro al mismo corazón ideológico del populismo conservador, desplazando el enfrentamiento a un terreno donde ya no se puede reducir al papa a un “extranjero marxista” o a un intruso del sur global.
El artículo que sirve como base para esta reflexión fue escrito por Íñigo Domínguez, corresponsal en Roma para el diario EL PAÍS, titulado: “Un papa contra la polarización que ataca la raíz ideológica de Trump”. Domínguez, autor de varios libros sobre mafia y periodismo, aporta claves esenciales para entender la magnitud del cambio con la elección del cardenal Robert Francis Prevost, ahora León XIV. Domínguez recuerda la célebre frase de Francisco en 2019 al recibir un libro sobre sus detractores estadounidenses: “¡Para mí es un honor que me ataquen los americanos!”. Era la voz de un papa del sur que incomodaba profundamente a los sectores más conservadores del catolicismo estadounidense. Hoy, esa tensión persiste, pero la disputa se ha reconfigurado desde dentro, en un nuevo eje que pone a San Agustín como campo de batalla intelectual y teológico.
La nueva derecha americana
León XIV no solo es el primer papa estadounidense, sino también el segundo latinoamericano, y eso lo convierte en un interlocutor singularmente eficaz. Habla la lengua de la nueva derecha americana, pero no comulga con sus premisas. El simbolismo de que se haya roto el tabú de un papa norteamericano cobra una dimensión inesperada: ya no pueden acusarlo de desconocer la cultura o los valores de Estados Unidos, como hicieron con Francisco. La elección de Prevost representa una jugada de ajedrez geopolítica: así como la elección de Juan Pablo II en 1978 respondió a una lógica de contención frente al bloque soviético, León XIV se erige como respuesta vaticana al avance ideológico de una nueva derecha americana que usa el catolicismo como escudo y lanza.

En ese sentido, la figura de San Agustín se vuelve clave. La nueva derecha americana ha abrazado su legado como una piedra angular para construir un imaginario antiliberal, antimoderno y conservador, que encuentra eco en institutos como el Augustine Institute, convertido en bastión intelectual del catolicismo más militante. J. D. Vance, bautizado como católico en 2019, recnoció que las Confesiones de San Agustín le devolvieron la fe. Desde entonces, ha citado al santo para justificar incluso sus propuestas más polémicas, como la deportación masiva de inmigrantes. Para él, el ordo amoris agustiniano implica una jerarquía de deberes que empieza por los propios y excluye al extranjero.
Pero aquí es donde León XIV entra a disputar la interpretación. Como agustino, doctor en derecho canónico, y licenciado en matemáticas y filosofía, tiene herramientas intelectuales y morales para contrarrestar esa apropiación selectiva del pensamiento de Agustín. Y lo hace desde dentro de la misma tradición que la nueva derecha americana presume defender. No se trata de un debate lateral, sino de una batalla por el sentido. Porque lo que está en juego no es solo una lectura de San Agustín, sino el destino mismo del catolicismo político en el siglo XXI.
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Más papistas que el papa
La nueva derecha americana ha logrado situarse como defensora de los valores cristianos tradicionales, no solo en EE.UU., sino también en Europa, donde encuentra aliados en figuras como Giorgia Meloni, Viktor Orbán o Santiago Abascal. El mensaje es claro: tradición, orden, familia, autoridad, religión. Y San Agustín, con su crítica a la decadencia del Imperio romano y su búsqueda de la Ciudad de Dios, les ofrece un marco teórico ideal. Pero el problema no está en citar al santo, sino en instrumentalizarlo. Vance ha llegado al extremo de usar su pensamiento para respaldar políticas discriminatorias, mientras Trump se presenta como paladín de un catolicismo que, paradójicamente, ha despreciado durante décadas.
León XIV, en cambio, ofrece una lectura distinta del ordo amoris: una que, como escribió el papa Francisco en su carta a los obispos estadounidenses, construye “una fraternidad abierta a todos, sin excepción”. Y lo hace desde una posición inédita: la de alguien que no necesita traductores culturales para hablar con los fieles estadounidenses. Es, literalmente, uno de ellos. Esta condición le permite predicar a su propio país, desde su propio lenguaje, sin las barreras simbólicas que enfrentó su predecesor. La pregunta ya no es si los estadounidenses escucharán al papa, sino a qué papa escucharán.
¿Trump llega de segundo?
En este nuevo escenario, la figura de Trump parece menos central, aunque sigue siendo un actor clave. La nueva derecha americana, sin embargo, es un fenómeno más amplio, más profundo y más duradero. Se alimenta del desencanto cultural, de la nostalgia imperial y del miedo a la diversidad. San Agustín les sirve como faro en medio de ese colapso imaginado. Pero Roma tiene ahora un argumento más fuerte: el mismo santo leído por un papa agustino. En esa confrontación, la palabra “autoridad” adquiere un nuevo peso. ¿Quién tiene más derecho a interpretar a Agustín? ¿El político convertido al catolicismo hace cinco años o el líder espiritual de más de mil millones de fieles, formado en la misma orden que el santo?

La nueva derecha americana ha sabido tejer un discurso religioso que refuerza sus posturas políticas. Pero ahora ese discurso será confrontado desde lo más alto del púlpito. Y no con gritos, sino con razones. La investidura de León XIV inaugura un ciclo donde Roma vuelve a tener un rol protagónico en la disputa ideológica occidental. Su tono no será el de la condena, sino el de la corrección fraterna. Su reto: evangelizar a una parte de la Iglesia que ha confundido patriotismo con teología. Y hacerlo en un contexto donde Estados Unidos es el principal donante de la Iglesia católica, lo que también implica riesgos si las tensiones aumentan.
Quien piensa distinto no es un enemigo
Prevost, sin embargo, parece preparado. Su estilo es pragmático, dialogante, y eso puede facilitar el deshielo en muchas heridas abiertas. No ha formado parte de las guerras internas entre obispos estadounidenses, lo que le permite posicionarse como un mediador con autoridad moral. Además, llega en un momento donde la polarización parece ser el único idioma hablado en la arena pública. Su insistencia en que unidad no es uniformidad es clave: no se trata de pensar todos igual, sino de no pensar que el que piensa distinto es el enemigo.
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La presencia de Vance en la investidura de León XIV puede ser interpretada como un gesto de buena voluntad o como un intento de aproximación estratégica. Pero lo que empieza ahora es una conversación que marcará el rumbo de la Iglesia católica en su dimensión política y moral. La pregunta del título sigue en pie: ¿quién predica a quién? San Agustín ya no es un comodín para justificar cualquier postura. Está siendo devuelto a su complejidad por alguien que lo conoce desde dentro. El papa agustino no llega a Roma a buscar aplausos, sino a ofrecer un sentido. Y en esa búsqueda, el futuro del cristianismo político puede encontrar nuevos rumbos, si se atreve a escuchar.