Donald Trump es, según Thomas B. Edsall, el epítome de la corrupción en EE.UU.. No sólo por los escándalos que arrastra desde que se sentó por primera vez en el Despacho Oval, sino por la forma en que ha redefinido los límites de lo permisible en la política estadounidense. En su retorno al poder, Trump ha dejado atrás cualquier atisbo de discreción y ha normalizado el uso del aparato estatal como un instrumento de lucro personal, sin el menor indicio de culpa. Ya no es sólo un exmandatario rodeado de controversia, sino el arquitecto de un nuevo estándar ético, o más bien de su ausencia, en el liderazgo nacional.
Thomas B. Edsall, veterano periodista político y colaborador de la sección de Opinión de The New York Times desde 2011, fue corresponsal de The Washington Post por más de dos décadas. Es autor de varios libros sobre desigualdad y estrategia política. En su más reciente columna, titulada: «La desvergüenza es el superpoder de Trump», publicada en el espacio “Ensayo Invitado” del Times, Edsall sostiene que el expresidente ha elevado la corrupción a una nueva dimensión, en la que la impunidad es una herramienta estratégica y la transgresión una marca personal de poder.
Epítome de la corrupción en EE.UU.
Trump ha utilizado el aparato institucional del Estado no sólo para defenderse de las múltiples causas judiciales que lo rodean, sino para alimentar su fortuna y consolidar su figura como víctima de una élite liberal conspiradora. En este juego, sus alianzas con personajes como Russ Vought le han permitido instalar la narrativa de que los demócratas han capturado al gobierno para imponer sus intereses minoritarios. Todo mientras él mismo instrumentaliza las instituciones con una audacia sin precedentes. Así, se vuelve de nuevo el epítome de la corrupción en EE.UU., no porque esconda sus delitos, sino porque los exhibe como trofeos de guerra.

La desvergüenza no es un defecto, sino una estrategia. Así lo cree Donald Moynihan, profesor en la Universidad de Michigan, quien señala que Trump ha convertido la ética en un campo de batalla ideológico. El expresidente se presenta como un hombre común asediado por instituciones deslegitimadas. Esta imagen seduce a millones que lo ven como el único capaz de enfrentarse al “sistema”. No importa que promueva monedas digitales de dudosa legalidad o que use biblias firmadas como mercancía política: para sus seguidores, ese comportamiento es evidencia de autenticidad, no de delito. Por eso Edsall insiste en que es el epítome de la corrupción en EE.UU.: no por lo oculto, sino por lo brutalmente explícito.
El más desacarado de la historia
Matthew Dallek, historiador político en la Universidad George Washington, va más allá al calificar a Trump como el político nacional “más descaradamente corrupto de la era moderna”. Sus negocios personales, su estilo de gobierno basado en la lealtad ciega y su aparente convicción de que está ungido por Dios para salvar a la nación lo convierten en un caso inédito en la historia republicana. No se trata de un político oportunista más, sino de uno que ha conseguido que sus intrigas personales sean vistas por sus votantes como actos de liderazgo fuerte. La lógica es clara: si el sistema está podrido, entonces sólo un corrupto puede redimirlo. Esa paradoja nutre la figura de Trump como epítome de la corrupción en EE.UU. sin debilitarlo.
Las cifras demuestran esta anomalía. Su popularidad ha resistido embates que habrían tumbado a cualquier otro líder: dos juicios políticos, decenas de causas penales, escándalos financieros y denuncias de abuso. Aun así, fue reelegido. Edsall cita a expertos que afirman que la corrupción en el trumpismo es tan integral a su identidad que cualquier intento de crítica ética se disuelve en la incredulidad o, peor aún, en el aplauso. Sarah Kreps, politóloga de Cornell, señala que la desvergüenza es percibida como una forma de autenticidad y fortaleza. Esa percepción refuerza la lealtad de su base, que premia su falta de remordimiento.
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En este ecosistema de impunidad cultivada, la corrupción deja de ser un delito y se convierte en símbolo. Douglas Kriner, también de Cornell, añade que Trump nunca ha intentado ocultar sus intereses comerciales ni ha sentido que las normas deban aplicársele. Al contrario: disfruta desafiarlas. El expresidente ha convertido la política en un reality show donde cada nueva transgresión alimenta su mística. Por eso Edsall concluye que estamos ante el epítome de la corrupción en EE.UU., en un sentido cultural, político y psicológico.
Acusaciones éticas, legales y simbólicas
Las acusaciones contra Trump no son simplemente legales. Son éticas, estructurales y simbólicas. Daron Acemoglu, economista del MIT, advierte que Trump está normalizando un tipo de corrupción de alto nivel con efectos duraderos. Aunque las instituciones sobrevivan a su paso, quedarán heridas. Para muchos de sus seguidores, los ataques que él sufre son en realidad ataques a ellos. Esa simbiosis es la que lo vuelve invulnerable y, a la vez, más peligroso.
Una parte de la explicación se encuentra en la estrategia de la derecha mediática y política. Gary Jacobson, de la Universidad de California en San Diego, recuerda que los republicanos han sido eficaces al desviar cualquier crítica con contraataques: “¿Y qué hay de Hunter Biden?”. Esta táctica diluye la gravedad de las acusaciones y contribuye a la normalización de las irregularidades. Si todos son corruptos, entonces ninguno lo es verdaderamente. Así, la figura de Trump se reafirma como epítome de la corrupción en EE.UU., no por ser una excepción, sino por encarnar la regla deformada.

Los medios contribuyen
Jonathan Weiler, de la Universidad de Carolina del Norte, sostiene que la narrativa del “gobierno corrupto liberal” ha sido reforzada por años de cobertura tóxica en medios como Fox News. Esta estrategia no solo defiende a Trump, sino que deslegitima toda posible alternativa. Si el sistema está completamente corrompido, la única solución es romperlo desde dentro, y nadie lo hace mejor que quien ya se mueve en él con absoluta libertad. Por eso, cada zapatilla Trump vendida o cada criptomoneda promocionada no representa un escándalo, sino un acto de insubordinación celebrada.
A juicio de Bo Rothstein, investigador sueco, la corrupción que denuncia Trump es la que él mismo encarna. Y eso no es una contradicción, sino una lógica populista funcional. Rothstein argumenta que muchos votantes reaccionan más contra la percepción de favoritismo institucional que contra el soborno tradicional. Trump lo ha entendido y lo ha convertido en capital político. En lugar de esconder sus intereses privados, los expone como si fueran prueba de su guerra contra las élites. Esa es, para Edsall, la confirmación definitiva de que Trump representa el epítome de la corrupción en EE.UU.: es la encarnación viva del privilegio impune, revestido de rebeldía.
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¿Por qué la incapacidad demócrata?
Frente a todo esto, cabe preguntarse por qué los demócratas han sido incapaces de desactivar esta bomba política. Cindy Kam, de Vanderbilt, sugiere que la oposición sigue atrapada en definiciones tradicionales de corrupción, mientras el trumpismo juega en otro tablero: el del espectáculo, la emoción y la polarización absoluta. Es un juego en el que los códigos antiguos no aplican. Y mientras eso no se entienda, la figura de Trump seguirá creciendo, alimentada por su habilidad para hacer de cada infracción una declaración de poder.
La advertencia final de Edsall es clara. La historia juzgará no sólo las acciones de Trump, sino la complicidad de una ciudadanía que, ante la corrupción, prefirió aplaudir. El problema ya no es un hombre, sino una cultura política que ha elevado al epítome de la corrupción en EE.UU. al rango de salvador.