Ars moriendi: El arte de morir bien no puede separarse del arte de vivir bien

El arte de morir bien no es una idea anacrónica ni una concesión poética. Es, en palabras del doctor L.S. Dugdale, un acto radical de dignidad humana que nos invita a reflexionar, con lucidez y sin temor, sobre el modo en que concebimos nuestros últimos días. En una era marcada por la tecnificación de la salud, la prolongación artificial de la vida y la medicalización del sufrimiento, resurge con fuerza una verdad esencial: no se puede morir bien si no se ha vivido bien. Y no se puede vivir bien si no se ha entendido, al menos, qué significa morir con sentido. Así lo sostiene Dugdale, quien ha planteado con crudeza que el modelo contemporáneo del “bien morir” ha sido capturado por una lógica burocrática y utilitaria que despoja al ser humano de su contexto afectivo, espiritual y moral.

L.S. Dugdale, médico y especialista en ética clínica en la Universidad de Columbia, es autor del libro The Lost Art of Dying: Reviving Forgotten Wisdom y firmante del más reciente ensayo invitado publicado por The New York Times, titulado: “Hay maneras de morir con dignidad, pero no así”. En este texto, Dugdale se distancia de la visión contemporánea del suicidio asistido como acto de autonomía y denuncia cómo esta práctica puede ser, en realidad, un gesto de abandono por parte de la sociedad. Su experiencia médica en salas de cuidados intensivos lo llevó a descubrir una realidad incómoda: pacientes conectados a máquinas sin esperanza de recuperación, atrapados en una cadena de intervenciones clínicas que rara vez consideran el deseo de morir con sentido, en comunidad, en paz. Allí comenzó su búsqueda por revivir el ars moriendi, la tradición medieval que enseñaba a los seres humanos cómo prepararse para el final de la vida como parte de un arte mayor: el arte de vivir bien.

Cuidado con la coacción solapada

El arte de morir bien, entonces, no es una receta. No se trata de si un paciente decide aceptar o rechazar un tratamiento, ni de si opta por prolongar su vida o abrevia su sufrimiento. El núcleo de esta noción radica en la actitud frente a la muerte y su integración como parte del ciclo vital. Según Dugdale, no basta con defender la autonomía como si fuera un absoluto moral. Si esa autonomía se ejerce en medio de la desesperación, el abandono, la pobreza o la depresión no tratada, lo que se presenta como libertad puede ser en realidad una coacción solapada. Así ocurre, advierte, con legislaciones como la recientemente aprobada por la Asamblea del Estado de Nueva York, que permite el suicidio asistido sin exigir una evaluación obligatoria de salud mental salvo en los casos donde se sospeche que el juicio del paciente está afectado. En otras palabras, si un paciente deprimido pide morir y el médico no identifica el trastorno, la ley no lo protege.

Según Dugdale, no basta con defender la autonomía como si fuera un absoluto moral. Si esa autonomía se ejerce en medio de la desesperación, el abandono, la pobreza o la depresión no tratada, lo que se presenta como libertad puede ser en realidad una coacción solapada. Así ocurre, advierte, con legislaciones como la recientemente aprobada por la Asamblea del Estado de Nueva York, que permite el suicidio asistido sin exigir una evaluación obligatoria de salud mental salvo en los casos donde se sospeche que el juicio del paciente está afectado. Ilustración MidJourney

El arte de morir bien aparece, en este contexto, como una crítica contundente a las políticas de “muerte con dignidad” que, en lugar de aliviar el sufrimiento desde el acompañamiento, ofrecen una vía rápida de salida. Para Dugdale, esto no solo es éticamente problemático, sino también profundamente injusto con los más vulnerables. Personas con discapacidad, pacientes sin acceso a cuidados paliativos, ancianos solitarios y enfermos crónicos pueden ser inducidos, por omisión o por diseño, a considerar el suicidio asistido como su única opción. No porque su deseo de morir sea claro y reflexivo, sino porque el sistema no les ha ofrecido alternativas reales para vivir sus últimos días con sentido, compañía y respeto.

El acertijo de tiempo

El arte de morir bien exige tiempo. No es un acto inmediato ni una decisión impulsiva. Es una construcción que se gesta en el diálogo, en la introspección, en la preparación espiritual, incluso en el arrepentimiento. Las tradiciones medievales del ars moriendi proponían prácticas comunitarias en las que el moribundo era acompañado por familiares, amigos y líderes religiosos en un proceso que reconocía su humanidad, su historia y su trascendencia. Morir bien implicaba reconocer las emociones, enfrentar los miedos, despedirse, pedir perdón, otorgarlo. Hoy, en cambio, las salas de hospital muchas veces aíslan al paciente, lo rodean de tubos y pantallas, y omiten lo esencial: el vínculo humano.

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El arte de morir bien no puede limitarse a una fórmula legal ni a un acto médico. Su práctica exige un tejido social que se ha ido debilitando. Cuando Dugdale menciona que muchos pacientes mueren en medio de la soledad o porque no acceden a servicios de apoyo, está hablando de una crisis más profunda: hemos reemplazado el cuidado por la eficiencia, la compasión por la administración de recursos. La muerte ya no es un misterio que convoca a la comunidad; es una molestia que se gestiona. Y en ese contexto, lo que algunos llaman “libertad para morir” puede ser en realidad un grito silencioso por una vida que no encontró quien la sostuviera.

La muerte no es una derrota

El arte de morir bien nos recuerda que morir no es fracasar. En una sociedad obsesionada con la juventud, la productividad y el control, la muerte se ve como una derrota. Pero para quienes entienden que vivir implica finitud, morir con dignidad no se trata de elegir la fecha del final, sino de encontrarle sentido incluso a lo inevitable. Eso incluye aceptar la vulnerabilidad, el dolor, e incluso la dependencia, sin por ello perder el valor intrínseco de la vida. Dugdale enfatiza que una política pública verdaderamente compasiva debería invertir en cuidados paliativos, acompañamiento emocional, apoyo familiar y redes de solidaridad, no en facilitar una salida terminal como único alivio.

El arte de morir bien se convierte, así, en una pedagogía de la vida. Nos invita a preguntarnos desde ahora cómo queremos ser cuidados, cómo cuidamos a los demás y qué lugar le damos al sufrimiento en nuestra biografía. No se trata de romantizar el dolor, sino de reconocer que incluso en medio del padecimiento puede surgir una verdad transformadora. Muchas personas, escribe Dugdale, deciden vivir más allá de lo previsto cuando se sienten vistas, amadas, acompañadas. Otras, por el contrario, se hunden en la desesperanza no por la enfermedad en sí, sino por el abandono.

El arte de morir bien nos recuerda que morir no es fracasar. En una sociedad obsesionada con la juventud, la productividad y el control, la muerte se ve como una derrota. Pero para quienes entienden que vivir implica finitud, morir con dignidad no se trata de elegir la fecha del final, sino de encontrarle sentido incluso a lo inevitable. Eso incluye aceptar la vulnerabilidad, el dolor, e incluso la dependencia, sin por ello perder el valor intrínseco de la vida. Ilustración MidJourney.

Una pérdida para el pueblo

El arte de morir bien pone el foco en la comunidad. No es una hazaña solitaria, sino una construcción colectiva. Es un desafío para las familias, para los sistemas de salud, para las políticas públicas. ¿Qué significa cuidar a quien ya no puede valerse por sí mismo? ¿Cómo afirmamos la dignidad de una persona cuando el cuerpo ya no responde, cuando el alma está cansada? Dugdale sugiere que no es en la técnica donde se encuentra la respuesta, sino en la ética de la presencia: estar allí, escuchar, sostener.

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El arte de morir bien, en última instancia, es inseparable del arte de vivir bien. Y vivir bien no es solo tener éxito, salud o comodidad, sino haber cultivado relaciones profundas, haber enfrentado el dolor con valentía, haber amado, haber servido. El momento de la muerte puede ser, si se lo permite, un acto de coherencia. Por eso no basta con preparar un testamento o escribir instrucciones médicas. Es preciso preparar el corazón, reconciliarse con los demás, con uno mismo y con lo trascendente. Así, morir deja de ser una rendición y se convierte en un acto final de afirmación: de que incluso en la fragilidad, hay belleza; incluso en la despedida, hay verdad. Y en esa verdad, tal vez, el último resplandor de una vida bien vivida.

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