José Pepe Mujica es uno de los pocos políticos que mantuvo su condición de ser humano

José Pepe Mujica no necesitó la muerte para convertirse en leyenda. Le bastaron sus actos, sus palabras y su terquedad existencial para instalarse en la memoria de un mundo escéptico, que aprendió a mirar con recelo a los políticos. Pero él, el exguerrillero uruguayo que fue preso durante más de una década, presidente por cinco años y sabio popular el resto de su vida, supo mantenerse aferrado a su humanidad. En un tiempo donde el poder corrompe rápido y los principios se evaporan con los flashes, su figura, sin maquillaje ni discurso aprendido, se convirtió en un recordatorio: es posible ejercer el poder sin perder el alma.

El periodista y escritor Martín Caparrós, reconocido con premios como el Ortega y Gasset, el Moors Cabot, el Roger Caillois y el Terzani, escribió recientemente un reportaje en el diario El País, titulado: “Guerrillero, rehén, presidente, filósofo: la vida inmensa de Pepe Mujica. En esa pieza, Caparrós se pregunta por qué tanta gente confiaba en él, lo escuchaba con emoción o incluso lo admiraba en tiempos de desprecio generalizado hacia la política. Su respuesta —tácita o directa— sugiere que fue porque hablaba un idioma que parecía nuestro, uno sin rodeos, sin cálculo, sin pose.

José Pepe Mujica

José Pepe Mujica no fue un político común. Desde sus primeras andanzas en los años sesenta hasta su vejez en la chacra, vivió con una coherencia que muchos solo predican. Hijo de chacareros, lector tardío, militante fervoroso, Tupamaro con seudónimos como “Facundo” o “Emiliano”, Mujica supo desdoblar su vida sin traicionarse. Participó de “expropiaciones” armadas, cayó preso, se fugó, fue torturado, enterrado vivo en aljibes, y sobrevivió doce años de aislamiento en cuarteles militares bajo amenaza constante de ejecución. Pudo haber salido de allí como un monstruo o como un espectro, pero emergió como un hombre sabio, algo herido, pero entero.

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Desde esa experiencia, José Pepe Mujica construyó no un personaje, sino un testimonio viviente de otra forma de hacer política. Cuando fue electo senador, siguió usando la misma Vespa despintada. Al llegar al Congreso, vestido con su ropa de trabajo, un guardia le preguntó si pensaba dejar la moto mucho tiempo. “Si no me echan antes, cinco años”, contestó con ironía. Para él, lo extraordinario era vivir con lo mínimo, no por marketing, sino por convicción. “Pobres son los que necesitan mucho”, decía, y repetía que, si uno posee menos, tiene más libertad. Esa era su forma de resistir la esclavitud del consumo.

Un ejemplo de cercanía

José Pepe Mujica fue elegido presidente de Uruguay en 2010 y asumió con un gesto de humildad que parecía inadmisible para el protocolo. No se mudó a la residencia oficial, no cambió su ropa, no abandonó su perra de tres patas, Manuela. Donaba el 90% de su sueldo. En lugar de gobernar desde la altura de las instituciones, hablaba desde la cercanía. Cuando legalizó el aborto, el matrimonio igualitario y la marihuana, no lo hizo por provocar ni para posar de moderno. Lo hizo porque creía en el derecho de las personas a decidir sobre su cuerpo, su amor o su consumo. “El problema no es la marihuana, es el narcotráfico”, explicó. Gobernó con lógica práctica, con el olfato de quien conoce las urgencias desde abajo.

Para José Pepe Mujica, el poder no era un privilegio, era una carga. Más de una vez confesó que no le gustaba ser presidente, que prefería andar descalzo en la tierra de su huerta, donde los tomates y las hormigas tenían tanto valor como las decisiones del Estado. En su discurso de despedida, en 2015, dijo: “Si tuviera dos vidas las gastaría enteras para ayudar a tus luchas”. No era retórica. Era, más bien, el cierre de un ciclo donde la presidencia no lo corrompió ni lo alejó de lo que siempre fue: un campesino que leyó a Bakunin, soñó con el socialismo y terminó sembrando esperanza en un terreno donde todo parecía baldío.

José Pepe Mujica no cultivaba enemigos. Cuando le preguntaban por la dictadura, por sus carceleros, por la justicia pendiente, respondía con una mezcla de desdén y sabiduría: “La justicia tiene un hedor a venganza de la puta madre que lo parió”. No era resignación, era una forma distinta de procesar el pasado, no como peso muerto sino como abono para el presente. Ilustración MidJourney.

“La justicia tiene hedor a venganza”

José Pepe Mujica no cultivaba enemigos. Cuando le preguntaban por la dictadura, por sus carceleros, por la justicia pendiente, respondía con una mezcla de desdén y sabiduría: “La justicia tiene un hedor a venganza de la puta madre que lo parió”. No era resignación, era una forma distinta de procesar el pasado, no como peso muerto sino como abono para el presente. Su relación con la historia fue de respeto, pero sin nostalgia. Decía que no quería que lo recordaran, que no creía en héroes ni en dioses muertos. “Hay que vivir audazmente, para adelante”, insistía.

En ese sentido, José Pepe Mujica fue más que un político: fue un maestro involuntario. No pretendía evangelizar, pero cada cosa que decía sembraba reflexión. Cuando explicaba que trabajar de más para comprar cosas innecesarias era regalar tiempo de vida, tocaba una fibra que ni el discurso más sofisticado de izquierda lograba alcanzar. “No comprás con dinero, comprás con el tiempo de tu vida”, decía, y ponía en jaque toda una civilización. Esa pedagogía sin aula, sin libros, sin sermón, hizo que muchos lo siguieran, incluso desde lugares donde nunca ganaría un voto.

Un sobreviviente lúcido

José Pepe Mujica fue muchas cosas, pero sobre todo fue un sobreviviente lúcido. De la cárcel, de la violencia, del poder, de la ideología cerrada. Su cuarta vida —esa de sabio que recorre el mundo dando charlas, escribiendo libros o recibiendo homenajes— lo mostró como una figura insólita en el tablero global. Mientras las izquierdas se volvían dogmáticas o tibias, mientras los líderes se maquillaban para parecer humanos, él, sin maquillaje, sin traje y sin teleprompter, decía cosas incómodas y bellas. No ofrecía soluciones mágicas, solo preguntas que dolían, como cuando dijo: “Podemos cambiar todo lo que nos rodea, pero si no cambiamos al hombre, no servirá de nada”.

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Y cuando le preguntaron cómo se podía cambiar al hombre, José Pepe Mujica no dio recetas: habló de cultura, de vida distinta, de no renunciar a la aspiración. “Podemos fracasar, pero si renunciamos a esa aspiración no saldremos nunca del capitalismo”, sostuvo. No ofrecía utopías prefabricadas; ofrecía caminos, pruebas, tanteos. Su discurso era el de alguien que no creía en verdades absolutas, pero sí en la dignidad de buscar respuestas.

Hoy, que su figura pertenece tanto a la política como a la historia oral de nuestra época, José Pepe Mujica representa algo que escasea: alguien cuya biografía es coherente con sus ideas. Y no por falta de contradicciones —las tuvo, como todos— sino porque nunca intentó ocultarlas. En tiempos de cinismo, su transparencia resulta un acto revolucionario. No quiso construir un mito, pero lo hizo sin querer, viviendo como vivía, hablando como hablaba, renunciando a lo que otros consideran esencial. Fue, y sigue siendo, la prueba de que es posible ser político sin dejar de ser humano. Su legado no está en las leyes que promulgó ni en los cargos que ocupó, sino en la forma en que vivió. Por eso, quizá, José Pepe Mujica es uno de los pocos políticos que mantuvo su condición de ser humano.

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