En Estados Unidos, la promesa de “ayudar a deportar” parece haberse convertido en un mandato nacional que moviliza no solo a las agencias migratorias, sino también a instituciones cuya función original poco tiene que ver con la persecución de migrantes. La premisa, impulsada por la administración de Donald Trump bajo el estándar de la seguridad nacional y la prioridad del ciudadano, ha generado un sistema de cooperación interinstitucional que, lejos de limitarse al control fronterizo, se extiende hasta los rincones más íntimos de la vida cotidiana: la vivienda, la salud, la educación y el empleo. La consigna tácita es que todos —desde funcionarios del Departamento de Educación hasta burócratas del Seguro Social— deben poner su granito de arena para ayudar a deportar.
En una pieza firmada por Rachel Siegel, Hannah Natanson y Laura Meckler para The Washington Post, titulada “DOGE está recopilando datos federales para retirar a los inmigrantes de viviendas y empleos”, se destapa la magnitud de este engranaje federal sin precedentes. Las autoras, con amplias credenciales en la cobertura de economía, inmigración y educación, describen cómo el gobierno de Trump ha articulado una compleja arquitectura de vigilancia interinstitucional, liderada por el Servicio DOGE de EE.UU., para identificar a personas indocumentadas y presionar por su salida del país. La nota revela cómo se utilizan datos personales recopilados durante años para otras finalidades —como la aplicación a subsidios, el pago de impuestos o el acceso a la salud— para nutrir listas que podrían derivar en acciones de deportación.
Misión gubernamental: ayudar a deportar
La lógica es sencilla y brutal: si alguien está en el país sin documentos, todo el aparato estatal puede convertirse en un brazo ejecutor para ayudar a deportar. Esto incluye desde cruzar los archivos del Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano (HUD) con los del Departamento de Seguridad Nacional (DHS), hasta rastrear nombres y números del Seguro Social a través de bases de datos diseñadas originalmente para otros propósitos. Según miembros del personal entrevistados por The Washington Post, la presión ha llegado a tal punto que los empleados sienten que sus tareas rutinarias ahora pueden traducirse en mecanismos de vigilancia o expulsión.

Uno de los ejemplos más inquietantes de esta política es el tratamiento de los llamados “hogares de estatus mixto”: familias en las que cohabitan ciudadanos estadounidenses con familiares sin documentación legal. En el pasado, estos hogares recibieron beneficios prorrateados y no eran objeto de persecución activa. Hoy, el DOGE, bajo la dirección de Mike Mirski en HUD, ha priorizado la expulsión de estos núcleos, comenzando por grandes urbes como Nueva York y Chicago. Este tipo de operaciones tiene como objetivo ayudar a deportar a quienes viven en viviendas públicas financiadas por el Estado, aun cuando parte del grupo familiar tenga ciudadanía o residencia legal.
Minería de datos con finos punitivos
A nivel técnico, esta red de colaboración entre agencias no es otra cosa que una gigantesca operación de minería de datos con finos punitivos. El DHS, el HUD, el IRS, el Seguro Social, e incluso el Departamento de Educación, han cruzado información que por décadas fue confidencial. Se trata de datos bancarios, historiales médicos, registros fiscales, solicitudes de subsidios y más, todo al servicio de una política de deportación masiva que, además, pretende ser quirúrgica. Pero esa precisión es ilusoria. Como advierte Tanya Broder, asesora del Centro Nacional de Derecho de Inmigración, el uso indiscriminado de estos datos no solo vulnera la privacidad, sino que puede perjudicar también a ciudadanos que terminan atrapados en la red por errores, homonimias o cruces defectuosos.
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En este contexto, la frase ayudar a deportar adquiere un matiz inquietante. No se trata solo de una consigna de campaña o de una instrucción burocrática: se ha convertido en un mandato transversal que redefine el propósito de las agencias públicas. Lo que alguna vez fue información entregada de buena fe para acceder a servicios esenciales, ahora es una herramienta para identificar, rastrear y expulsar. La administración Trump adoptó incluso una orden ejecutiva para “eliminar los silos de información”, formalizando el uso compartido de datos como política de Estado. “El intercambio de información entre agencias es esencial”, afirmó un portavoz del DHS, como si el objetivo fuera simplemente organizar la casa.
IRS y el Seguro Social
El caso del IRS es particularmente revelador. Allí se firmó un acuerdo para compartir datos fiscales con el DHS que podrían utilizarse para ubicar hasta siete millones de personas sospechosas de estar en el país sin documentos. Esta decisión derivó en la renuncia del comisionado interino del IRS, lo que indica el nivel de tensión interna que ha generado esta medida. En paralelo, el Seguro Social alimentó una base de datos con más de seis mil nombres y números de personas, en su mayoría latinas, incluidas en listas de fallecidos, bloqueando sus posibilidades de empleo o beneficios. La intención, nuevamente, era ayudar a deportar, pero el efecto colateral fue amplificar la marginación de comunidades enteras.
La maquinaria se extiende incluso al ámbito educativo. En febrero, el Departamento de Educación comenzó a investigar en universidades por supuestos casos de antisemitismo, pero los funcionarios politizados aprovecharon la coyuntura para pedir nombres y nacionalidades de estudiantes manifestantes contra la guerra en Gaza. La idea, inspirada en un ensayo del exinvestigador Max Eden, era identificar a estudiantes extranjeros que protestaban y luego revocaban sus visas. Este uso del sistema educativo para perseguir opiniones políticas no solo amenaza los derechos de expresión, sino que se suma a los esfuerzos por ayudar a deportar mediante vías indirectas.

Estadounidenses desafían a los tribunales
A pesar de las resistencias internas, la estrategia no parece detenerse. Incluso tras una orden judicial que prohibió al DOGE el acceso a los datos del Seguro Social, los miembros del equipo han solicitado reiteradamente volver a entrar a los sistemas, desafiando el fallo legal. Mientras tanto, los empleados de carrera en estas agencias viven un dilema ético: ¿deben colaborar para mitigar los daños o desvincularse por completo y dejar que las deportaciones se manejen sin control? La pregunta no es menor. Como uno de ellos dijo a The Post, “al final, nuestro trabajo cotidiano podría estar ayudando a deportar a personas que tienen familia, empleo, raíces y, a veces, hasta ciudadanía”.
En la práctica, la iniciativa se ha convertido en una limpieza interna que aspira a purificar el cuerpo social estadounidense según criterios de nacionalidad. El objetivo no declarado es sacar a los “no elegibles” de las casas, de los empleos, de las aulas y, en última instancia, del país. Para ello, se han comprometido todos los niveles del aparato estatal, desde secretarías de vivienda hasta despachos educativos, desde analistas de datos fiscales hasta agentes del orden. La narrativa de “todos ponen su granito de arena” no es solo un eslogan: es una estrategia integral, diseñada para transformar la administración pública en un organismo policial, donde cualquier funcionario —por acción u omisión— puede terminar ayudando a deportar.
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Así, la cruzada migratoria del gobierno de Trump no solo se juega en los tribunales o en la frontera. Se libra en oficinas anodinas, en archivos compartidos, en hojas de cálculo, en decisiones burocráticas aparentemente menores que, en conjunto, configuran un sistema que redefine la noción misma de ciudadanía y pertenencia. La frontera ya no es una línea geográfica: es un sistema de exclusión que se filtra en cada rincón de la vida pública. Y en ese sistema, todos —voluntaria o involuntariamente— han sido convocados a ayudar a deportar.