Las ocho mujeres que ICE quiso desaparecer no tenían antecedentes penales, ni portaban armas, ni integraban ninguna organización criminal. Vestían ropa común, cargaban sueños modestos y huían de un país colapsado. Su único delito: haber buscado refugio en Estados Unidos. A Franyeli Carolina Zambrano Manrique la esposaron de pies y manos, le dieron un sándwich y un sorbo de agua en pleno vuelo, y la subieron a un avión sin decirle a dónde iba. Lo mismo hicieron con otras siete mujeres venezolanas. A todas les habían dicho que las llevaban a Caracas, pero aterrizaron en Guatemala y después en El Salvador. No estaban registradas oficialmente. No existían para los informes públicos. Solo lloraban, reclamaban y se negaban a bajarse del avión que nunca debió haber despegado.
La historia la reveló Carla Gloria Colomé, periodista cubana radicada en Nueva York, en un artículo publicado en EL PAÍS bajo el título: “El viaje de ida y vuelta de ocho venezolanas deportadas a El Salvador y rechazadas por el Gobierno de Bukele”. Colomé es fundadora de la revista El Estornudo, ganadora del Premio Mario Vargas Llosa de Periodismo Joven, y especialista en comunidades hispanas en Estados Unidos. Con estudios en la Universidad de La Habana, la UNAM y la Craig Newmark Graduate School of Journalism, Colomé ha seguido de cerca las violaciones migratorias del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE), como las que envolvieron a estas ocho mujeres.
Ocho mujeres que ICE quiso desaparecer
Las ocho mujeres que ICE quiso desaparecer fueron arrancadas de sus rutinas por operativos improvisados, detenciones ilegales y traslados forzosos. En el caso de Franyeli, un operativo ocurrido en Utah en febrero de 2025 puso fin a una década de vida en EE. UU. junto a su esposo. Ambos estaban protegidos por el Estatus de Protección Temporal (TPS), pero eso no evitó que los oficiales los esposaran y los trasladaran a un centro de detención. A ella le preguntaron si era prostituta, si su esposo la explotaba, si tenía tatuajes. La interrogaron hasta intentar encajarla, a la fuerza, en la narrativa de pertenecer al Tren de Aragua, una de las bandas criminales más temidas de Venezuela. El arte corporal que portaba, frases como “Real hasta la Muerte” o símbolos como estrellas y coronas, sirvieron como excusa para encasillarla como delincuente.
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En el reportaje de Colomé, Franyeli relata que en la madrugada de un viernes fue despertada por oficiales de ICE que no sabían español. Apenas logró entender la sigla ICE antes de ser encadenada nuevamente. Pensó que al fin iba a regresar a su país, y eso la alegró. Pero el itinerario del vuelo nunca fue revelado. Como ella, otras siete venezolanas subieron al avión con la esperanza de volver al calor de sus hogares. Una de ellas pidió a su madre en Caracas que le preparara pollo guisado. Otra soñaba con abrazar a sus hijos. Ninguna imaginó que serían conducidas hacia un experimento de deportación clandestina a través de países que ni siquiera las habían solicitado.
Autoritarias en la Casa Blanca
Las ocho mujeres que ICE quiso desaparecer no aparecieron en los listados oficiales del gobierno. No figuraban en los comunicados del Departamento de Estado, ni en los reportes públicos de deportaciones a El Salvador. Mientras los hombres deportados a ese país eran filmados por drones y convertidos en propaganda del presidente Nayib Bukele, ellas fueron ocultadas bajo capas de burocracia, vuelos anónimos y pasillos sin ventanas. En el avión de Franyeli, los oficiales no permitieron abrir ni una rendija. “Los oficiales de ICE no nos dejaron en ningún momento abrir las ventanas del avión”, dijo. La primera parada fue Guatemala, y luego El Salvador. Allí, el Centro del Confinamiento del Terrorismo (CECOT), la megacárcel de Bukele, ya estaba listo para recibirlas.
El gobierno salvadoreño había dispuesto el CECOT, una prisión de diseño brutalista con capacidad para 40.000 internos, para albergar a migrantes considerados peligrosos por el gobierno de Donald Trump. En marzo de 2025, este firmó una orden ejecutiva que invocaba la Ley de Enemigos Extranjeros de 1798, una herramienta de tiempos de guerra. De esta forma, convirtió a migrantes sin condena judicial en objetivos de seguridad nacional. En un gesto de autoritarismo extremo, se ignoró la orden verbal y luego escrita del juez James Boasberg, quien ordenó detener las deportaciones. Para entonces, los tres vuelos ya estaban en el aire. El de Franyeli cruzaba el Golfo de México rumbo a su destino incierto.

Los DD.HH. no abordaron la nave
Las ocho mujeres que ICE quiso desaparecer fueron testigos de agresiones dentro del avión. Desde golpes hasta gritos y empujones. Algunas relataron cómo oficiales con identificación HOU-02 abofetearon a una mujer y arrastraron a otra por el pasillo. Desde sus asientos vieron cómo a los hombres deportados los bajaban a empujones por las escaleras del avión, donde eran recogidos por guardias antidisturbios y arrastrados como sacos. Aterradas, comenzaron a gritar que no se bajarían. El caos fue tal que las autoridades salvadoreñas decidieron no recibir a las mujeres. Ese mismo día, en un giro surrealista, fueron devueltas a Estados Unidos sin explicación.
El regreso no trajo consuelo. De vuelta en territorio estadounidense, las mujeres fueron reingresadas a centros de detención. Algunas, como Gladys Yoleida Caricote Tovar, fueron golpeadas y encerradas en celdas de castigo. Su familia denunció que fue pateada, que le tiraron comida a la cara, y que sufre ataques de pánico. Aún no ha sido deportada. Tampoco Scarleth Rodríguez, otra de las mujeres, quien pidió entre lágrimas ser enviada de regreso a Venezuela. “Ya mi hija no quiere estar más en Estados Unidos, quiere su deportación”, dijo su madre. Desde su celda, le confesó que se está volviendo loca. La desesperación de estas mujeres solo crece, mientras siguen esperando por una decisión que las libere de una prisión sin juicio.
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HRW: ninguna tiene antecedentes
Las ocho mujeres que ICE quiso desaparecer representan un episodio de horror institucional que pone en evidencia los abusos del sistema migratorio estadounidense. Human Rights Watch denunció que ninguna tenía antecedentes penales. Su detención, traslado y reclusión en el extranjero sin derecho a defensa ha sido calificado como “desaparición forzada”. Pero ni la Casa Blanca, ni el Congreso, ni las agencias federales han dado respuestas claras. En la práctica, estas mujeres fueron utilizadas como cuerpos prescindibles dentro de una narrativa de mano dura que Trump ha promovido como política electoral.
Tres de las ocho mujeres ya están en Venezuela. El resto sigue encerrada. Franyeli, quien logró regresar, se reencontró con su padre y sus hijos en Maracaibo. Aún no sabe cómo pagar un abogado para ayudar a su esposo, Rolando, recluido en el CECOT. “Es fuerte, estoy asimilando esto todavía, esperando a saber de Rolando”, dijo. Ocho mujeres que ICE quiso desaparecer no solo enfrentan el estigma que el sistema migratorio les impuso, sino el silencio absoluto de quienes deberían defenderlas. Sin justicia, sin explicaciones, sin nombres en listas oficiales, sus voces siguen exigiendo lo que en ningún momento les fue concedido: ser tratadas como seres humanos.