Las sociedades tienen la política, y los políticos que se merecen, y no hay expresión más contundente para describir el estado actual de la esfera pública, convertida en un ring donde el insulto es la norma y la elegancia una reliquia olvidada. El comportamiento burdo, los ataques personales y la desfachatez han desplazado por completo al protocolo, la dignidad y la decencia; parece que cada día, en política y en la cultura popular, quienes destacan son aquellos que gritan más fuerte o provocan mayor escándalo.
Matthew Hennessey, editor adjunto de artículos editoriales en The Wall Street Journal, profundizó recientemente sobre esta decadencia en su artículo titulado: «¿A dónde se fueron todos los estadounidenses con clase?». Hennessey, autor de «Zero Hour for Generation X» (2018) y «Visible Hand: A Wealth of Notions on the Miracle of the Market» (2022), ambos publicados por Encounter Books, graduado de CUNY-Hunter College y la Universidad de Fordham, se incorporó al Journal en 2017 tras desempeñarse como editor en City Journal. Su análisis enfatiza cómo, desde la política y los podcasts hasta los deportes y la televisión, la vulgaridad ha ganado la partida, relegando la elegancia al olvido.
Políticos que se merecen
Lo que subraya Hennessey no es más que la consecuencia de una degradación progresiva que nuestra sociedad ha tolerado, avalado y finalmente celebrado. Las sociedades tienen la política, y los políticos que se merecen, y esto se refleja en cómo han premiado sistemáticamente a figuras polémicas, escandalosas y grotescas que hacen de la provocación su marca registrada. El ejemplo más notorio, y quizás el más citado, es el del expresidente estadounidense Donald Trump, cuya vulgaridad y agresividad, lejos de ser impedimento, han sido el combustible de su éxito político.
El fenómeno Trump, sin embargo, es solo la expresión más visible de una tendencia generalizada. Hennessey destaca que, aunque la tentación fácil es responsabilizar exclusivamente a Trump por la degradación de las normas de comportamiento público, en realidad el problema es transversal y bipartidista. Los políticos en general y con énfasis los estadounidenses, según su análisis, han abandonado por completo la pretensión de decoro. Para muestra, basta observar el espectáculo brindado recientemente por legisladores demócratas como la senadora Elissa Slotkin, quien instó públicamente a sus compañeros a enfrentar a Trump con una «maldita energía alfa», usando palabras que habrían sido inconcebibles hace apenas unos años en el debate político formal.

Todo es cultura popular
La decadencia del discurso público no solo afecta la política tradicional. Las sociedades tienen la política, y los políticos que se merecen, pero también la cultura popular que toleran. Desde la música hasta el entretenimiento televisivo, el declive de la clase es notorio. Hennessey menciona cómo canciones que dominan listas de reproducción deben censurarse repetidamente debido a su contenido ofensivo, o cómo un programa icónico como «Saturday Night Live», conocido en el pasado por su sátira inteligente, cae en la simple burla física y la superficialidad para captar atención.
El deporte tampoco escapa de esta dinámica. En un reciente partido en Houston, los aficionados dirigieron insultos obscenos contra Draymond Green, jugador del equipo rival, ante familias y niños presentes. Esa conducta, lejos de ser repudiada, parece normalizarse como parte del espectáculo. El mensaje es claro: la vulgaridad ya no es una excepción, es la regla.
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Ya nadie se reprime
En este panorama, los podcasts emergen como un reflejo aún más crudo de la sociedad que los consume. Joe Rogan, figura emblemática de esta tendencia hacia la provocación constante, celebró recientemente como una victoria cultural el regreso a la aceptación popular de términos ofensivos hacia las personas con discapacidad. Que esta sea considerada una victoria cultural revela mucho sobre cómo las sociedades tienen la política, y los políticos que se merecen, pero también la cultura que fomentan y consumen sin crítica alguna.
Elon Musk, Tucker Carlson y otros líderes de opinión popularizan estos términos y actitudes, en parte motivados por la provocación directa a sus adversarios ideológicos. Ya no importa lo que sea decente o correcto, solo cuenta la efectividad con la que se puede incomodar o «dominar» al rival. La política de hoy, señala Hennessey, es un ejercicio constante de dominación y humillación del otro, y en este terreno la elegancia es vista como una debilidad que nadie puede permitirse.
Hasta la hipocresía se evaporó
Pero quizás la mayor tragedia, como señala Hennessey, sea que se haya perdido incluso el deseo de ocultar la vulgaridad con una mínima capa de decoro o hipocresía. En otros tiempos, los personajes públicos, aunque cometieran excesos, al menos sentían la necesidad de disculparse o mostrar arrepentimiento. Hoy, ni siquiera eso ocurre: el descaro es absoluto y explícito.
Las sociedades tienen la política, y los políticos que se merecen, y es precisamente esta aceptación pasiva la que ha llevado al estado actual de las cosas. Cuando figuras públicas reconocidas por su vulgaridad no solo mantienen, sino que aumentan su popularidad, algo profundo se ha roto en el tejido social. Hennessey advierte que este fenómeno no solo es responsabilidad de quienes protagonizan estos escándalos, sino de la sociedad que los aplaude, los eleva y los convierte en ídolos.

Resurgir de la elegancia
Sin embargo, queda una esperanza. Las sociedades, históricamente, han oscilado entre épocas de vulgaridad y momentos en que resurgen valores como la elegancia, la cortesía y el respeto. Hennessey concluye afirmando que, eventualmente, el péndulo volverá a oscilar hacia un estado de mayor clase y dignidad. Quizás en ese momento recordemos con vergüemza este período y nos cuestionemos cómo permitimos que nuestros políticos se convirtieran en un reflejo tan fiel de nuestras peores cualidades.
Por ahora, el diagnóstico es claro y contundente: las sociedades tienen la política, y los políticos que se merecen, porque colectivamente han permitido, tolerado y promovido un espectáculo grotesco que en nada nos dignifica. La solución no vendrá solo de la esfera política, sino de una reflexión profunda sobre qué clase de sociedad queremos ser y qué modelos queremos recompensar con nuestra atención y nuestro voto.
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Mientras tanto, tal vez sea buena idea comenzar por algo sencillo: quitarnos la gorra, dejar las groserías de lado y aspirar, nuevamente, a algo más elevado. Después de todo, los políticos que tenemos no son más que el reflejo fiel y cruel del tipo de sociedad en la que elegimos vivir.