Del ‘sueño americano’ al siglo chino: ¿quién domina el tablero global?

El siglo XXI se perfila cada vez más como el siglo chino, en el que el liderazgo económico y geopolítico del planeta parece deslizarse lentamente desde Washington hacia Pekín. Lo que alguna vez se conoció como el “sueño americano” –la utopía de la clase media occidental basada en el consumo, la movilidad social y la hegemonía mundial de Estados Unidos– se enfrenta hoy a un proceso de erosión. Mientras tanto, China, con su modelo híbrido de economía de mercado planificada, avanza con pasos calculados, proyectando influencia en Asia, África, América Latina y Europa del Este. La pregunta ya no es si estamos ante un cambio de ciclo, sino cuán profundo será ese cambio y si el país que alguna vez lideró el orden liberal internacional podrá reconvertirse o quedará atrapado en la nostalgia de su propio esplendor.

Carlos Peñaforte, profesor de Geopolítica y Relaciones Internacionales en la Universidad Federal de Pelotas (Brasil), doctor en Relaciones Internacionales por la Universidad Nacional de La Plata y colaborador del portal The Conversation, publicó recientemente un artículo titulado: “‘En busca del tiempo perdido’: Por qué el mundo que Donald Trump quiere controlar ya no existe”. En él, Peñaforte advierte que el proyecto trumpista se sostiene sobre una visión anacrónica del orden mundial, anclada en la idea de un “mundo fordista” que dejó de existir en los años setenta. Lejos de asumir el desplazamiento del eje económico global hacia Asia, Trump y sus seguidores insisten en una cruzada de retorno a un pasado glorioso que, según Peñaforte, ya no tiene cabida en la realidad actual.

Este es el siglo chino: demasiadas evidencias

Una parte de la explicación del ascenso del siglo chino radica en los cambios estructurales que vivió el capitalismo global desde mediados del siglo XX. La deslocalización industrial, motivada por los altos costos de producción en Estados Unidos y Europa, fue un fenómeno que las élites empresariales occidentales no sólo promovieron, sino que incentivaron deliberadamente. La búsqueda de rentabilidad llevó a las grandes multinacionales a trasladar sus fábricas a países con mano de obra barata, escasa sindicalización y regulaciones ambientales laxas. El Sudeste Asiático se convirtió en un paraíso para el capital, y China, con su apertura progresiva al mercado a partir de los años 80, emergió como la gran beneficiaria de esta dinámica.

China, con su modelo híbrido de economía de mercado planificada, avanza con pasos calculados, proyectando influencia en Asia, África, América Latina y Europa del Este. La pregunta ya no es si estamos ante un cambio de ciclo, sino cuán profundo será ese cambio y si el país que alguna vez lideró el orden liberal internacional podrá reconvertirse o quedará atrapado en la nostalgia de su propio esplendor. Ilustración MidJourney

Frente a esta reconfiguración del capitalismo, la reacción estadounidense no ha sido homogénea. Para algunos sectores del establishment, la globalización es irreversible y hay que adaptarse a sus nuevas reglas. Para otros, como el expresidente Trump, es posible revertir la historia con medidas proteccionistas, sanciones y discursos incendiarios. Pero como señala Peñaforte, el “mundo fordista” –aquel donde Estados Unidos era la primera potencia industrial y dictaba las reglas del juego global– ya no existe, y tratar de resucitarlo puede resultar contraproducente. La nostalgia no es una estrategia, y el intento de imponerla por la fuerza solo expone la fragilidad del relato americano.

China está para todos

En contraste, el siglo chino se caracteriza por una estrategia geoeconómica integral, encabezada por el liderazgo de Xi Jinping. A diferencia de la Unión Soviética durante la Guerra Fría, cuya amenaza era fundamentalmente ideológica, China representa hoy una amenaza material para la hegemonía estadounidense. No solo por su poder industrial y su creciente sofisticación tecnológica, sino por su capacidad para tejer redes de influencia política, comercial y cultural en todo el planeta. Iniciativas como la Franja y la Ruta o el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura revelan una visión a largo plazo que combina pragmatismo económico con ambición geopolítica.

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Esta capacidad de articular poder duro con poder blando es una de las claves del avance del siglo chino. Mientras Washington responde con sanciones, guerras comerciales y discursos de confrontación, Pekín proyecta estabilidad, desarrollo y cooperación. Aunque sus métodos y su sistema político generen suspicacias en Occidente, muchos países del Sur Global ven en China un socio menos intervencionista que Estados Unidos. Esto no significa que China esté libre de contradicciones internas –la represión en Xinjiang, el autoritarismo digital, los límites a la libertad de prensa–, pero sí que su ascenso se percibe como una alternativa viable al orden liberal que hoy luce desgastado.

Trump es puro cuento

Donald Trump, sin embargo, ha construido una narrativa que transforma a China en el chivo expiatorio de todos los males internos de Estados Unidos. En lugar de reconocer que fueron las propias corporaciones estadounidenses las que trasladaron empleos a Asia, culpa a Pekín de haber “robado” la prosperidad nacional. Esta visión, según Peñaforte, ignora las causas profundas del declive estadounidense y encierra al país en una lógica de guerra económica permanente que, en última instancia, debilita aún más su posición global. Al hacer de la confrontación su principal herramienta diplomática, Trump erosiona lo que queda del prestigio y la influencia internacional de su país.

Así, el siglo chino no avanza únicamente por los aciertos de China, sino también por los errores estratégicos de Estados Unidos. El abandono de acuerdos multilaterales, el aislamiento creciente en organismos internacionales y el deterioro de las relaciones con aliados históricos han socavado la arquitectura de poder construida por acuerdos multilaterales, durante el siglo XX. En este vacío, Pekín se presenta como un actor responsable y racional, capaz de ofrecer soluciones en un mundo marcado por la incertidumbre y el desorden.

El siglo chino no avanza únicamente por los aciertos de China, sino también por los errores estratégicos de Estados Unidos. El abandono de acuerdos multilaterales, el aislamiento creciente en organismos internacionales y el deterioro de las relaciones con aliados históricos han socavado la arquitectura de poder construida por Washington durante el siglo XX. Ilustración MidJourney.

El sueño americano es solo eso

El declive del poder blando estadounidense no es solo un fenómeno diplomático, sino también cultural. Durante décadas, el “sueño americano” fue exportado al mundo como modelo de vida y horizonte de progreso. Hoy, la imagen de Estados Unidos se ve empañada por la polarización interna, la violencia política, el racismo estructural y el desprestigio de sus instituciones. Mientras tanto, China –aunque con un modelo menos atractivo desde el punto de vista liberal– ofrece estabilidad, eficiencia y resultados tangibles en términos de desarrollo. La narrativa de un país que sacó a cientos de millones de personas de la pobreza resuena con fuerza en regiones donde el crecimiento sigue siendo una deuda pendiente.

¿Puede revertirse esta tendencia? Es difícil preverlo. Algunos analistas sostienen que la innovación, la diversidad y la resiliencia institucional de Estados Unidos podrían permitirle recuperar parte de su liderazgo. Pero para ello, debería abandonar la nostalgia imperial y asumir que el mundo ha cambiado. De lo contrario, seguirá atrapado en un espejismo, como sugiere Carlos Peñaforte en su referencia a En busca del tiempo perdido, la monumental obra de Marcel Proust que inspira el título de su artículo. En ella, el protagonista se aferra a un pasado idealizado que ya no tiene cabida en el presente, hasta que comprende que la memoria es, muchas veces, una prisión.

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El siglo chino no será una copia del siglo americano. Sus valores, prioridades y formas de ejercer el poder son distintos. Pero su emergencia obliga a repensar el tablero global, los equilibrios de poder y las posibilidades de un nuevo orden internacional. La clave no está en frenar su ascenso por la fuerza, sino en construir nuevas reglas de convivencia que permitan gestionar la competencia sin caer en la confrontación destructiva. Solo así será posible evitar que el declive de un imperio se transforme en el colapso del sistema entero.

La batalla por la hegemonía global está lejos de resolverse, pero todo indica que el tablero ya no es el mismo. Si Estados Unidos quiere seguir jugando, tendrá que actualizar sus reglas y, sobre todo, sus expectativas. Porque el tiempo perdido no se recupera con retórica, y el mundo que Donald Trump quiere controlar ya no existe.

 

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