Nayib Bukele camina por la cuerda floja de la política internacional con una habilidad que desconcierta tanto a sus detractores como a sus admiradores. Mientras recibe agasajos en la Casa Blanca y al mismo tiempo profundiza sus vínculos con China, el presidente salvadoreño parece haber encontrado una fórmula para estar en buenos términos tanto con los guardianes del orden liberal occidental como con los campeones del autoritarismo económico oriental. Esta habilidad camaleónica, que raya en la contradicción, no ha pasado desapercibida para The Wall Street Journal, que en su columna de opinión más reciente advierte, con tono crítico y escéptico, que el mandatario salvadoreño se ha convertido en un aliado incómodo y en un jugador doble en la geopolítica hemisférica.
El análisis proviene de Mary Anastasia O’Grady, miembro del consejo editorial del Wall Street Journal, autora de la columna semanal “Las Américas”, y figura veterana en el seguimiento de las dinámicas políticas y económicas del continente. Bajo el título “Bukele de El Salvador es un aliado de China”, O’Grady advierte que, pese a haber sido recibido recientemente en Washington, Nayib Bukele está lejos de ser un amigo confiable de Estados Unidos. O’Grady detalla una extensa lista de razones que justifican esta afirmación: desde su alianza estratégica con Pekín y Ankara, hasta las sistemáticas violaciones del Estado de derecho, pasando por políticas migratorias que, según Washington, han contribuido a la desestabilización de la frontera sur estadounidense.
The Journal y Nayib Bukele
Nayib Bukele, a quien muchos comparan con figuras como Rodrigo Duterte o incluso Viktor Orbán por su estilo confrontacional y su desprecio por los contrapesos institucionales, ha demostrado ser un líder de apetito global. Mientras estrecha lazos con Xi Jinping y acepta donaciones de infraestructura como una biblioteca nacional o un estadio de fútbol, también estrecha la mano de Donald Trump y ofrece su sistema penitenciario como modelo de eficiencia para contener la criminalidad regional. El doble juego es evidente y, al parecer, funcional. O’Grady, sin embargo, lo considera peligrosamente incoherente para los intereses geopolíticos de Estados Unidos.

Las políticas internas de Nayib Bukele han sido duramente cuestionadas por organismos de derechos humanos y por el propio Departamento de Estado norteamericano. La remoción de la Corte Suprema en 2021, el encarcelamiento masivo sin debido proceso de miles de ciudadanos acusados de pertenecer a pandillas y las condiciones infrahumanas en el sistema penitenciario son señalados como elementos propios de un régimen que ha abandonado toda pretensión democrática. Aun así, este mismo modelo autoritario es aplaudido por algunos sectores conservadores en Estados Unidos, que ven en la “mano dura” de Bukele un ejemplo de eficacia frente al crimen organizado.
Opacidad presupuestaria
Nayib Bukele no solo ha centralizado el poder político; también ha manejado con opacidad el presupuesto nacional, otorgando contratos multimillonarios sin licitación a empresas extranjeras. Tal es el caso del acuerdo de 50 años rubricado con la firma turca Yilport para la gestión de los principales puertos del país. En paralelo, la relación con China no solo se ha mantenido firme desde que El Salvador rompió relaciones con Taiwán en 2018, sino que se ha intensificado con una lógica de dependencia estructural. Según O’Grady, este alineamiento no puede ser ignorado por Estados Unidos si pretende mantener influencia sobre los actores estratégicos de Centroamérica.
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Pero Nayib Bukele ha sabido disfrazar sus alianzas con una narrativa de independencia nacionalista. Sus discursos, cuidadosamente diseñados para las redes sociales, apuntan a una reivindicación del poder soberano salvadoreño frente a las injerencias externas. La paradoja, como sugiere el texto del Wall Street Journal, es que esa soberanía se construye gracias a favores otorgados por potencias extranjeras que no comulgan con los principios democráticos que Bukele dice defensor cuando está frente a audiencias occidentales. La imagen proyectada es la de un líder que no se casa con nadie, pero que recibe regalos tanto del cielo chino como de las bendiciones políticas de Washington.
Poca calidad institucional
Nayib Bukele parece haber entendido que el escenario global ya no exige definiciones claras entre democracia y autoritarismo, sino resultados. Y sus resultados, al menos en materia de seguridad, son presentados como un éxito rotundo por su administración. Los homicidios han disminuido, las pandillas han sido arrinconadas, y el país, según la narrativa oficial, ha recuperado territorios que antes eran gobernados por la violencia. Sin embargo, el costo ha sido altísimo: miles de detenidos sin pruebas, desapariciones, y un sistema judicial convertido en apéndice del poder Ejecutivo.
Desde la perspectiva de O’Grady, esta operación de limpieza política y social ha venido acompañada de un desmantelamiento sistemático de los vínculos históricos con Estados Unidos. Más preocupante aún, el Salvador de Bukele se ha convertido en una puerta trasera para el crimen organizado internacional. El dato más grave revelado por la columnista es la emisión de 60.000 visas para ecuatorianos y 32.000 para ciudadanos de la India, la mayoría de las cuales usaron El Salvador como punto de tránsito hacia la frontera estadounidense. Este pasadizo humano, facilitado por políticas de tráfico visado laxas, representa un desafío directo a la seguridad nacional de Estados Unidos.

Ahora es un contratista modelo
Nayib Bukele, sin embargo, ha sido tratado con guantes de seda por la administración Trump. No solo fue recibido con honores en la Casa Blanca, sino que se han iniciado conversaciones para externalizar parte del sistema penitenciario estadounidense hacia El Salvador. Este reconocimiento contrasta con el trato que ha recibido Guatemala, un país que, según O’Grady, ha sido más coherente y leal a los intereses estadounidenses en la región. Guatemala mantiene relaciones diplomáticas con Taiwán, tiene su embajada en Jerusalén y ha colaborado activamente con los cuerpos de seguridad estadounidenses. A pesar de ello, enfrenta castigos arancelarios mientras Bukele es celebrado.
Nayib Bukele es, según el retrato que emerge de las palabras de Mary Anastasia O’Grady, un político de los tiempos modernos: pragmático, oportunista, y con un olfato privilegiado para la autoconstrucción de mitos. Su liderazgo no responde a las reglas convencionales del hemisferio ni al libreto de Washington. Se posiciona como una figura de poder híbrido: autoritario en lo interno, abierto a alianzas ideológicas contradictorias en lo externo. En ese sentido, el reportaje editorial del Wall Street Journal apunta a una verdad incómoda para la política exterior de Estados Unidos: Bukele juega en ambos lados del tablero.
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Al final, el dilema que plantea The Wall Street Journal no es simplemente si Bukele es aliado o adversario, sino si Estados Unidos está dispuesto a seguir recompensando a líderes que, como él, se presentan como redentores domésticos mientras siembran inestabilidad en el plano regional. El Salvador ya no es solo un laboratorio de política de seguridad, sino un nodo geopolítico en disputa. La complicidad o tolerancia con los métodos de Nayib Bukele, bajo la lógica de resultados, puede terminar reforzando un modelo que combina populismo, autoritarismo y dependencia extranjera. En otras palabras, un modelo que logra estar bien con Dios y con el diablo.