Mientras Estados Unidos denuncia con vehemencia las violaciones de derechos humanos que ocurren contra los uigures en China, el eco de sus propios abusos históricos resurge con fuerza. La frase «EE.UU. aplastó a sus nativos americanos» encapsula una realidad que sigue siendo incómoda para el país que se proclama como defensor global de la libertad y la justicia. Este capítulo oscuro de su historia no solo evidencia una hipocresía moral, sino que también plantea interrogantes sobre su capacidad para liderar un discurso coherente en derechos humanos.
Dana Hedgpeth, periodista de The Washington Post y miembro de la tribu Haliwa-Saponi, junto a un equipo de renombrados periodistas de investigación, destapó las atrocidades cometidas en el sistema de internados indígenas a través del reportaje titulado: “Más de 3.100 estudiantes murieron en escuelas construidas para aplastar las culturas nativas americanas”. Este trabajo expone con detalle el funcionamiento de un sistema de asimilación cultural que buscaba erradicar la identidad de los pueblos originarios a través de métodos que bordeaban el genocidio cultural.
EE.UU. aplastó a sus nativos americanos
El reportaje revela que EE.UU. aplastó a sus nativos americanos mediante políticas sistemáticas que incluían el traslado forzoso de niños a internados lejos de sus familias. Allí, estos menores eran despojados de su idioma, cultura y religión. Las cifras son estremecedoras: más de 3.100 niños murieron en estos internados entre 1828 y 1970, víctimas de enfermedades, maltrato y negligencia. Muchos de ellos fueron enterrados en cementerios anónimos, sin que sus familias pudieran despedirse de ellos. Estas escuelas, descritas por Judi Gaiashkibos, directora de la Comisión de Asuntos Indígenas de Nebraska, como “campos de trabajo y de prisioneros”, simbolizan el esfuerzo por aniquilar la diversidad cultural en nombre de la homogeneización nacional.

Este sistema no solo dejó un saldo trágico de vidas perdidas, sino que también destruyó generaciones de saberes, costumbres y tradiciones indígenas. Irónicamente, el gobierno estadounidense ahora lidera una cruzada para denunciar el trato que reciben los uigures en China, mientras ignora la necesidad de reconciliarse con sus propios errores históricos. La frase «EE.UU. aplastó a sus deudas internas» reaparece como un recordatorio de cómo una nación puede erigir discursos de superioridad moral sin reparar en sus deudas internas.
La niña Almeda Heavy Hair
El caso de Almeda Heavy Hair, una niña de 12 años enviada a la Escuela Industrial Indígena Carlisle en Pensilvania, ilustra la magnitud de estas políticas. Arrancada de su hogar y sometida a condiciones inhumanas, Almeda murió a los 16 años por tuberculosis y desnutrición. Como ella, miles de niños fueron enterrados en terrenos escolares, lejos de sus comunidades. Décadas después, familias y tribus intentan recuperar los restos de sus seres queridos, enfrentándose a la falta de registros y cementerios ocultos o destruidos. Esta lucha por la memoria y la justicia demuestra que las heridas del pasado siguen abiertas.
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En el contexto internacional, la postura de Washington hacia los derechos humanos parece selectiva. Mientras condena las acciones de Beijing contra los uigures, su respuesta hacia su propia historia ha sido insuficiente. Si bien la administración Biden ha tomado pasos simbólicos, como la disculpa pública del presidente en 2021, los avances concretos para resarcir a las comunidades indígenas han sido limitados. En comparación, Canadá ha establecido comisiones de verdad y reconciliación, otorgando indemnizaciones a las víctimas de su propio sistema de internados. En Estados Unidos, las tribus aún esperan un esfuerzo similar para enfrentar las consecuencias de lo que claramente fue una política de asimilación forzada con la que EE.UU. aplastó a sus nativos americanos.
Niños castigados por hablar su idioma
«EE.UU. aplastó a sus nativos americanos» no es solo un recordatorio de un pasado lejano, sino también un llamado a la acción. Los testimonios recogidos en el reportaje del Post son desgarradores: niños castigados por hablar su idioma, expuestos a enfermedades y obligados a realizar trabajos forzados. En muchos casos, la indiferencia institucional ante estas muertes era abrumadora. Como destacó el historiador Preston McBride, las tasas de mortalidad en los internados indígenas superaban hasta 18 veces las de los niños blancos.
El impacto de este sistema se extiende más allá de las muertes. Las comunidades indígenas enfrentan un legado de desarraigo cultural, pérdida de idioma y trauma intergeneracional. Para muchas tribus, la recuperación de los restos de los niños enterrados en los internados no es solo un acto de justicia, sino también una forma de sanar. Sin embargo, este proceso está plagado de obstáculos: la falta de registros claros, la resistencia institucional y el alto costo de las investigaciones y exhumaciones.

Ironía en las críticas estadounidenses
En este contexto, es difícil no ver la ironía en las críticas estadounidenses hacia las políticas de China. Si bien las violaciones de derechos humanos contra los uigures son innegables, el discurso de Washington pierde fuerza al ignorar su propio historial de abusos. La frase «EE.UU. aplastó a sus nativos americanos» refleja no solo un pasado de opresión, sino también la necesidad de confrontar ese pasado con la misma energía con la que se denuncian las injusticias en otros países.
Para que Estados Unidos pueda liderar con credibilidad en el ámbito de los derechos humanos, debe primero mirar hacia adentro. Reconocer plenamente el impacto de sus políticas hacia los nativos americanos, brindar reparaciones adecuadas y garantizar que estas historias no sean olvidadas son pasos esenciales. Mientras tanto, la lucha de las comunidades indígenas por justicia y reconocimiento continúa, recordándole al país que la verdadera libertad y justicia comienzan en casa.
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Con este panorama, es evidente que el compromiso de Washington con los derechos humanos será incompleto mientras las voces de los nativos americanos sigan siendo relegadas. La frase «EE.UU. aplastó a sus nativos americanos» no es solo una denuncia del pasado, sino un desafío a la coherencia ética de una nación que pretende liderar por el ejemplo.