En la política ecuatoriana de hoy, las redes sociales ya no son solo una extensión del discurso público: son el núcleo mismo de una guerra cultural y política sin tregua. Lo que antes se decidió en mítines, asambleas o urnas, ahora se disputa entre trinos, videos y comentarios virales. La influencia digital ha alcanzado tal magnitud que incluso el exilio geográfico ha dejado de ser una limitación para ejercer poder real. Rafael Correa, expresidente condenado por corrupción y radicado en Bélgica, continúa moldeando la narrativa nacional desde una pantalla. En este nuevo campo de batalla, donde la política se ha mediatizado hasta el tuétano, la ausencia de contrapesos institucionales en el entorno digital ha generado una preocupante distorsión de la esfera pública.
Caroline Ávila Nieto, profesora e investigadora ecuatoriana con un doctorado en comunicación, escribió recientemente para The New York Times el artículo: “¿Ecuador podrá finalmente superar a Rafael Correa?”. Ávila, quien vive en Cuenca y enseña en la Universidad de Cuenca, la Universidad del Azuay y la Universidad Andina Simón Bolívar, narra desde su experiencia personal el impacto que puede tener una crítica en este ecosistema hostil. Tras declarar en una entrevista con EL PAÍS que el partido de Correa tenía dificultades para contrarrestar el protagonismo del presidente Daniel Noboa, fue blanco de un ataque digital instigado por el propio Correa en la red X (antes Twitter). La publicación del exmandatario generó una tormenta inmediata de ataques, dejando al descubierto el poder devastador que pueden tener unas cuantas palabras en una red sin mediación.
En la política ecuatoriana las redes eclipsan
La política ecuatoriana, como lo demuestra el caso de Ávila, se juega hoy en un terreno donde el algoritmo reemplaza al argumento. Correa, pese a estar básicamente fuera del país, opera como un influencer político a gran escala. Más de un millón de seguidores en TikTok y casi cuatro millones en X lo convierten en un actor que moldea percepciones, castiga disidencias y canaliza nostalgias. Su estrategia digital combina humor, crítica ácida y una narrativa constante de deslegitimación del adversario. En un entorno donde la prensa tradicional ha perdido influencia y los partidos están en crisis, el dominio de este espacio equivale a la posesión del relato nacional.

El legado de Correa, en tanto, sigue bifurcando la política ecuatoriana entre quienes lo veneran como el artífice de una era dorada de estabilidad e inversión social, y quienes lo responsabilizan por haber debilitado el Estado de derecho. Gobernó entre 2007 y 2017, en un período marcado por una bonanza petrolera y créditos provenientes de China que permitieron vastos proyectos de infraestructura. Pero también fue un tiempo de concentración del poder, persecución a periodistas y deterioro de las instituciones democráticas. Su condena a ocho años de prisión por corrupción, dictada en ausencia, no ha menguado su capacidad de polarizar ni su protagonismo digital.
Un laberinto de ecos
En este escenario de alta fragmentación, la política ecuatoriana enfrenta un dilema: cómo sostener una deliberación pública sana en un ecosistema digital plagado de cámaras de eco, bots, linchamientos simbólicos y campañas de desinformación. El caso de Caroline Ávila no es único. Académicos, periodistas y ciudadanos comunes enfrentan diariamente el riesgo de convertirse en objetivos de campañas coordinadas de hostigamiento si expresan una opinión que incomode a los grandes polos de poder ideológico. El problema se agrava por la ausencia de una crítica cultural digital y por la debilidad de los organismos reguladores.
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Caroline Ávila, sin proponérselo, se convirtió en símbolo de esa tensión. La oleada de mensajes a favor y en contra de su trabajo tras el tuit de Correa mostró que, en la política ecuatoriana contemporánea, el campo de batalla no está en los debates parlamentarios, sino en las redes sociales, donde la emocionalidad prima sobre la evidencia, y el liderazgo se mide por la viralidad. Aunque el expresidente eliminó su mensaje y ofreció disculpas, el episodio puso en evidencia una mecánica recurrente: la de utilizar el poder simbólico acumulado en redes para marcar el terreno de lo decible y castigar la disidencia, aún desde el exilio.
Entorno plagado de inestabilidad y violencia
Mientras tanto, Ecuador se acerca a una nueva jornada electoral donde dos proyectos de país se enfrentan de nuevo. Daniel Noboa, el joven empresario que derrotó a la candidata correísta Luisa González en 2023, busca consolidar su poder en un entorno plagado de inestabilidad y violencia. Luisa González, por su parte, representa la continuación simbólica del correísmo, apelando a la memoria de un pasado con orden y gasto social. En este contexto, la política ecuatoriana se mueve entre la necesidad de seguridad y la exigencia de garantías democráticas, un equilibrio que se ha vuelto cada vez más difícil de sostener.
La situación del país no ayuda. Desde 2017, cuando terminó el mandato de Correa, la pobreza ha crecido del 21,5 al 28 por ciento. La tasa de homicidios se ha multiplicado por más de seis, alcanzando los 38,76 por cada 100.000 habitantes. En medio de esta crisis, la polarización política se ha intensificado y ha encontrado en las redes un catalizador perfecto. La narrativa de “conmigo o contra mí” que impulsó Correa en su mandato, y que hoy mantiene desde Bélgica, encuentra un caldo de cultivo fértil en plataformas donde la complejidad se reduce a 280 caracteres oa un video de 30 segundos.

Ausencia de contrapesos
En este contexto, la política ecuatoriana necesita una reflexión profunda sobre el papel de la tecnología en la democracia. Las redes sociales, sin duda, han democratizado el acceso a la opinión, pero también han debilitado los mecanismos de deliberación racional. Las campañas digitales se han convertido en armas poderosas que requieren regulación, educación mediática y, sobre todo, una ciudadanía crítica. La ausencia de contrapesos en este espacio ha permitido que figuras como Correa, con amplios recursos comunicacionales, impongan su relación sin necesidad de responder a los mismos estándares éticos o institucionales que se exigen en los medios tradicionales.
Lo paradójico es que, en medio de este enfrentamiento simbólico, la figura de Correa se ha mantenido vigente no solo por sus seguidores, sino por la incapacidad de sus opositores para construir una alternativa robusta. En lugar de desplazarlo con propuestas nuevas, lo han convertido en una referencia constante, reforzando su protagonismo. Esa dependencia discursiva perpetúa el ciclo de polarización que la política ecuatoriana no logra superar. Como lo expresa Ávila, en Ecuador estar fuera de los bandos definidos genera sospecha, lo que asfixia la posibilidad de construir un centro político y de recuperar el debate sobre políticas públicas.
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Un tercer camino
El próximo gobierno, sea de Noboa o de un eventual regreso del correísmo, deberá lidiar con ese desafío estructural. El país necesita una estrategia de seguridad que no dependa exclusivamente de la militarización ni de la represión. Requiere fortalecer la independencia judicial, modernizar los sistemas de inteligencia y construir programas de inclusión para jóvenes en riesgo. Pero también necesita una nueva arquitectura digital que permita el disenso sin miedo, el debate sin linchamientos y la crítica sin represalias. Una red con contrapesos, donde el poder no se mida por los seguidores, sino por la capacidad de convencer con argumentos.
El día que Correa se arremetió contra Ávila, creyó que podía silenciar una voz crítica con un tuit. No lo logró. La respuesta masiva en su defensa fue un indicio de que algo está cambiando. Aunque todavía domina el escenario digital, el exmandatario encontró límites en una ciudadanía que empieza a cansarse de los extremos. La política ecuatoriana, si aspira a ser verdaderamente democrática, deberá trasladar ese gesto de resistencia a un plano más estructural. Solo así podrás dejar atrás la lógica de la confrontación infinita y construir una relación colectiva que no dependa del algoritmo, sino de la voluntad de convivir.