Domingo de Ramos en el nacionalismo cristiano que ora desde la Oficina Oval

El eco de un himno entonado desde los pasillos de la Casa Blanca no es un simple acto ceremonial. Es el signo de una fusión ideológica entre fe y poder que, en el contexto de la política estadounidense contemporánea, adopta una forma inquietante: el nacionalismo cristiano. En los últimos años, esta corriente ha dejado de ser una nota marginal para convertirse en un centro gravitacional de la vida pública en Estados Unidos. La liturgia ya no solo se recita en templos; ahora resuena con fuerza en las proclamas presidenciales, en las decisiones legislativas y en las campañas que prometen restaurar una supuesta grandeza nacional guiada por los valores del Evangelio… interpretados, claro está, por quienes ocupan las cúpulas del poder.

Quien ha puesto esta peligrosa convergencia en el centro del debate es Andrew Thayer, candidato a doctorado en teología en la Universidad de Oxford y sacerdote episcopal con más de veinte años de servicio en parroquias de Estados Unidos e Inglaterra. En su ensayo publicado como colaborador invitado en The New York Times, bajo el título: “El Domingo de Ramos fue una protesta, no una procesión”, Thayer invita a mirar el significado original de esta festividad como un acto de subversión teológica y política. En lugar de una celebración inocua, la entrada de Jesús en Jerusalén fue una actuación calculada de desafío frente al orden imperial. Frente al caballo de guerra de Pilato, Jesús eligió un burro; frente al aparato militar, una multitud de desposeídos. Frente al poder, una parodia de poder.

Partidarios del nacionalismo cristiano

Las implicaciones de esta lectura son tan profundas como urgentes, especialmente si se considera que muchos de los que celebran el Domingo de Ramos en Estados Unidos lo hacen invocando una visión de Cristo que se alinea con las mismas estructuras que Jesús confrontó. El nacionalismo cristiano ha reinterpretado los textos sagrados para justificar la concentración del poder político, económico y moral en manos de una élite que se autodenomina como redentora. Este fenómeno, que toma impulso desde los años ochenta con la Mayoría Moral y se fortalece en la actualidad con plataformas como la Nueva Reforma Apostólica, no busca un cristianismo transformador, sino una teocracia camuflada de democracia.

El nacionalismo cristiano ha reinterpretado los textos sagrados para justificar la concentración del poder político, económico y moral en manos de una élite que se autodenomina como redentora. Ilustración MidJourney

En palabras de Thayer, la procesión de Jesús no fue una escenificación piadosa, sino una denuncia visual de un imperio que se legitimaba por la fuerza. Ese imperio, el romano, imponía su autoridad a través de una mezcla letal de teología y poder armado. Pilato no entraba en Jerusalén durante la Pascua como un visitante protocolar, sino como una advertencia: cualquier intento de sublevación sería aplastado. El mensaje era claro: César es señor, y su voluntad, incuestionable. Hoy, los ecos de ese mensaje resuenan en los discursos que proclaman a Estados Unidos como la nación elegida, bendecida por Dios, con la responsabilidad divina de dominar el mundo bajo la guía de sus líderes “ungidos”.

Cristo es banco y conservador

En ese contexto, el nacionalismo cristiano no solo promueve la fusión entre Iglesia y Estado, sino que reformula la figura de Cristo como el símbolo de una cruzada moderna contra todo lo que desafíe la supremacía cultural blanca, patriarcal y conservadora. Lejos de invocar al Jesús que compartía el pan con marginados o que derribaba las mesas del Templo en nombre de la justicia, este nuevo Jesús se presenta como protector de fronteras, enemigo del socialismo y garantía de los valores “tradicionales”. La cruz, antes instrumento de martirio y redención, se convierte en una insignia política.

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No es coincidencia que Donald Trump, hasta estando fuera del poder, seguía siendo representado por sectores religiosos como una figura mesiánica. Para muchos nacionalistas cristianos, su liderazgo no necesita coherencia moral ni humildad evangélica; lo que importa es su promesa de restauración. Así como Roma deificó a sus emperadores para justificar su dominio, el nacionalismo cristiano eleva a líderes populistas como instrumentos de una voluntad divina. Cuestionarlos equivale a desafiar el orden sagrado. Se crea así un ambiente donde la crítica se convierte en herejía, y la política se convierte en culto.

Por la señal del dólar

El vínculo entre nacionalismo cristiano y poder imperial no es nuevo. Como recuerda Thayer, Roma comenzó como una república y terminó como un imperio al precio de la justicia y la dignidad humanas. Hoy, la historia parece repetirse, aunque con nuevos símbolos y actores. Las monedas ya no llevan la imagen de César, pero los billetes sí reflejan una economía que sacrifica al débil en nombre del crecimiento. Las iglesias ya no se alinean con el imperio por miedo a la persecución, sino por la promesa de influencia, financiamiento y poder.

Este fenómeno también moldea la percepción de la justicia. La entrada de Jesús en Jerusalén fue seguida por su acto más radical: interrumpir el comercio del Templo y denunciarlo como una cueva de ladrones. En el corazón de la religión institucionalizada encontró un reflejo del orden imperial, donde la espiritualidad se mercantiliza y la fe se convierte en instrumento de opresión. Ese gesto, según Thayer, fue la verdadera causa de su muerte. Jesús no murió por enseñar el amor al prójimo; murió por desafiar el sistema que sacralizaba la explotación. En nuestros días, el nacionalismo cristiano reproduce ese mismo esquema: convierte la fe en dogma de Estado y la espiritualidad en mercancía electoral.

No es coincidencia que Donald Trump, hasta estando fuera del poder, seguía siendo representado por sectores religiosos como una figura mesiánica. Para muchos nacionalistas cristianos, su liderazgo no necesita coherencia moral ni humildad evangélica; lo que importa es su promesa de restauración. Ilustración MidJourney.

¡Sálvanos! gritaban los pobres

Las palmas que se agitan cada Domingo de Ramos deberían recordarnos que el “¡Hosanna!” no fue un canto de adoración pasiva, sino un clamor de auxilio. “Sálvanos” gritaban los pobres, los excluidos, los que no encontraban refugio ni justicia en el orden establecido. Sálvanos de los impuestos desmedidos, de los ejércitos invasores, de los templos que acumulaban oro mientras el pueblo pasaba hambre. Pero en la liturgia moderna, ese grito ha sido silenciado. En su lugar, encontramos discursos que celebran la prosperidad de unos pocos, leyes que castigan al diferente y políticas que criminalizan la compasión.

El Domingo de Ramos, según Thayer, no culmina en la entrada triunfal, sino en la decisión inevitable: ¿a qué rey seguimos? ¿Al de la pompa y el poder o al del burro y los marginados? ¿Al que promete grandeza nacional o al que exige justicia radical? El nacionalismo cristiano responde con claridad. Ha elegido al César cristiano, al salvador que no pone en entredicho la violencia sistémica ni el privilegio, sino que los bendice. Ha elegido la cruz como estandarte, no de sacrificio, sino de supremacía.

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Demoler la lógica de imperio

Pero el mensaje de Jesús no era sustituir un imperio por otro, sino demoler la lógica del imperio. Su reino no era de este mundo precisamente porque no se construyó sobre la dominación, sino sobre la misericordia. Su resurrección no fue un truco de magia ni un acto para confirmar su divinidad, sino una reivindicación de su mensaje: que la verdad, aunque sea crucificada, siempre resucita. Que la justicia, aunque sea reprimida, no se extingue. Que la fe auténtica no se somete a banderas ni despachos, porque su altar está en el corazón de quienes aman, resisten y esperan.

Hoy, cuando una parte del cristianismo estadounidense ora desde la Oficina Oval, se impone la necesidad de recordar esa otra procesión. La que no busca aplausos ni poder, sino que camina con los pies descalzos de los empobrecidos, con las voces quebradas de los perseguidos, con las esperanzas frágiles de quienes aún creen en un reino que no se compra ni se impone, sino que se vive en la justicia cotidiana. Porque si el nacionalismo cristiano ha construido una religión al servicio del poder, entonces el Domingo de Ramos es nuestra oportunidad anual para desmontar ese altar y recordar que el verdadero Cristo nunca tomó un trono, sino una cruz.

 

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