En una época en la que la debilidad femenina podía diagnosticarse con un color —verde, para más señas— y el deseo de imaginar otros mundos era visto como un síntoma preocupante, la lectura como resistencia femenina fue más que una postura intelectual: fue una estrategia de supervivencia. Entre paredes empapeladas de romanticismo burgués y estrictas normas de domesticidad, las mujeres hallaron en los libros una grieta por donde filtrarse al mundo, una forma de nombrarse, de pensarse, de imaginar alternativas a los mandatos que la sociedad les imponía. Las novelas, esos artefactos de papel tan despreciados por la medicina y tan amados por la sensibilidad, se convirtieron en refugio y arma, a veces leídas a escondidas, con una linterna bajo la sábana o en el silencio clandestino del salón, cuando todos dormían. Leer era, en sí mismo, un acto íntimo, y en ese acto, muchas encontraron el germen de la libertad.
Quien ha analizado con brillantez este fenómeno es Raquel Baixauli Romero, Doctora en Historia del Arte de la Universitat de València, que recientemente publicó en el portal The Conversation un artículo titulado: “¿Las mujeres que leen siguen siendo peligrosas?”. En su pieza, Baixauli traza una línea crítica que va desde el libro Las mujeres, que leen, son peligrosas de Stefan Bollmann, publicado en Alemania en 2005, hasta las imágenes visuales y los discursos médicos del siglo XIX que buscaron regular el deseo femenino a través de la vigilancia sobre sus prácticas lectoras. En ese tejido de representaciones, Baixauli recoge cómo el arte, la medicina y la literatura se aliaron para diseñar un retrato de mujer cuya inteligencia debía estar siempre al servicio de la virtud, la devoción y, sobre todo, del orden doméstico.
Lectura como resistencia femenina
Lo fascinante de este recorrido es que revela hasta qué punto el gesto de pasar página se convirtió en un acto subversivo. La lectura como resistencia femenina aparece como una respuesta natural y emotiva ante el encierro de los roles prefigurados. La mujer lectora —en especial aquella que prefería las novelas— se convirtió en una figura ambigua: al mismo tiempo admirada y sospechosa, angelical y peligrosa. En ese siglo XIX que pretendía moldearlas desde la óptica higienista, las lectoras fueron vistas como vulnerables, fácilmente sugestionables y emocionalmente inestables. Se temía que la literatura, especialmente la romántica, las arrastrara hacia mundos irreales y desestabilizadores. El deseo que despertaban esas historias se entendía como un foco de insatisfacción, una chispa que podía incendiar la calma aparente del hogar.

La enfermedad que mejor ilustra este miedo es la clorosis. Etiquetada con nombres como “anemia verde” o “enfermedad de las vírgenes”, la clorosis no solo reflejaba el estado físico de las mujeres jóvenes, sino que encarnaba el temor de una sociedad ante la posibilidad de que desearan algo más allá de sus confines. Baixauli rescata el uso simbólico de esta patología como parte de un dispositivo cultural que buscaba desacreditar el poder transformador de la lectura. Pinturas, grabados, ilustraciones de prensa y diagnósticos médicos se conjugaron para reforzar una imagen: la de la mujer debilitada por los libros, intoxicada por las pasiones ficticias, y por ende, incapaz de distinguir entre realidad y fantasía. Pero ¿acaso no era esa confusión la grieta que podía liberar a muchas?
Y llegó en bovarismo
Justamente ahí radica la potencia de la lectura como resistencia femenina. Leer no era solo absorber letras: era reconocerse en un personaje, comparar la propia vida con otras vidas posibles, poner nombre a emociones que hasta entonces no se comprendían. En Madame Bovary, Gustave Flaubert retrata con precisión ese proceso. Emma no solo lee novelas: vive a través de ellas, y en ese tránsito hacia el deseo idealizado de otro destino se convierte en símbolo del miedo social a la mujer que anhela. De allí nace el término “bovarismo”, esa enfermedad ficticia de la mente que consiste en no conformarse con lo dado. Lo que en el fondo se condenaba no era la ingenuidad de Emma, sino su osadía de querer más.
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La historia de la literatura y el arte está llena de estas mujeres: soñadoras, insomnes, pálidas, ensoñadas, indóciles. Mujeres que sostuvieron novelas entre sus dedos como quien empuña un arma secreta. La lectura como resistencia femenina es, en cada caso, una práctica que escapa a la vigilancia social por su carácter íntimo y silencioso. Y sin embargo, esa intimidad guarda una fuerza insospechada. María Ángeles Cabré, escritora y crítica literaria, afirma que “se lee en clave femenina cuando se lee entre líneas, buscando más allá de las evidencias”. Eso hacían las lectoras del siglo XIX: buscaban entre líneas, leían más allá del texto, interpretaban y se interpretaban en cada página.
Una red bien tejida
Y no solo leían: comentaban, compartían, recomendaban. A través de los folletines por entregas y las revistas ilustradas, se fue tejiendo una red de lectoras cómplices que encontraban en la ficción un espacio para la conversación y la complicidad. La lectura como resistencia femenina se volvió no solo un espacio de evasión, sino una forma de comunidad. En ese contexto, incluso la linterna bajo la sábana adquiere un sentido político: es el emblema de una práctica que se esconde para sobrevivir, pero que ilumina lo suficiente como para sembrar preguntas. Porque lo que estaba en juego no era solo qué se leía, sino para qué. Y para muchas, el objetivo era claro: imaginar otra vida.
La presión por restringir esa posibilidad fue tan intensa que el propio arte se convirtió en campo de batalla. Pinturas de mujeres dormidas sobre un libro, extasiadas, enfermas, ensimismadas, construyeron un imaginario donde la lectura femenina era una forma de transgresión que debía castigarse o, al menos, advertirse. La mirada masculina —médica, crítica, estética— trató de imponer una interpretación sobre el cuerpo lector femenino: era deseante, frágil, peligrosa. Pero esas imágenes también revelaban una verdad incómoda para sus creadores: la mujer lectora se escapaba del guion. En lugar de ser moldeada por el texto, lo moldeaba a su manera. Se apropiaba de las palabras, de los relatos, de los finales.

Prejuicios heredados persisten
Por eso la lectura como resistencia femenina trasciende el tiempo. Aun en la actualidad, donde se supone que el acceso a los libros es irrestricto, siguen vigentes muchos de los prejuicios heredados de aquel siglo que patologizó el deseo. Se espera, a menudo, que las mujeres lean “lo que les corresponde”: novelas románticas, autoayuda, maternidades felices. Pero eligiendo qué leer, cuándo leer y con quién comentarlo, muchas siguen desafiando estereotipos. El acto de leer sigue siendo una trinchera contra lo establecido, una forma de escribir su propio guion.
La historia de las mujeres y la lectura no es solo una historia de represión, sino también de resistencia, de agencia, de transformación. Aquel “peligro” que supuestamente encerraba la lectura femenina era, en el fondo, una amenaza para el statu quo: si ellas imaginaban otras vidas, tarde o temprano intentarían vivirlas. Leer, entonces, no era solo una actividad ociosa, sino un acto político. La lectura como resistencia femenina es una tradición heredada de generación en generación, de Emma Bovary a las adolescentes que hoy subrayan pasajes en sus libros favoritos, de las lectoras en salones burgueses a las que encienden su celular bajo la manta para devorar una historia más. Leer no solo cambia el día; cambia el destino.
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Y así, entre clorosis fingidas, novelas por entregas y linternas clandestinas, la historia de la mujer lectora persiste. No como un relato de fragilidad, sino como un testimonio de poder. Un poder discreto, pero profundo. El de quien se atreve a imaginar que hay algo más allá del margen. El de quien, en la intimidad de una página, decide ser protagonista.