Fascismo no es una palabra que Jason Stanley utilice a la ligera. El filósofo judío-estadounidense, autor de obras fundamentales sobre la historia y la mecánica del autoritarismo del siglo XX, no escatima al calificar al gobierno de Donald Trump con este término. Para Stanley, la reelección del magnate republicano representa una intensificación preocupante de políticas que desdibujan los límites entre populismo y autoritarismo. “Fascismo es lo que está haciendo el gobierno de Donald Trump ahora”, afirmó sin rodeos en una entrevista reciente concedida a la Deutsche Welle (DW), a propósito de su decisión de abandonar la Universidad de Yale y mudarse a Canadá. En su opinión, Estados Unidos ha dejado de ser un lugar seguro para académicos y activistas críticos del poder, y él mismo teme convertirse en objetivo del aparato estatal.
Mirar a los ojos del fascismo
Stuart Braun, corresponsal de Deutsche Welle especializado en cultura y clima social desde Berlín, es el autor del reportaje titulado: “Un lugar aterrador”: así ve un filósofo al EE. UU. de Trump. En esta pieza, Braun retrata el panorama sombrío que describen Stanley y otros intelectuales norteamericanos, como los historiadores Timothy Snyder y Marci Shore, también exiliados voluntarios en Canadá. Con una trayectoria marcada por su esfuerzo por dar voz a los pueblos subrepresentados, Braun ofrece una ventana clara al éxodo intelectual que se gesta ante la inquietante deriva política en Estados Unidos.
Stanley no es nuevo en el estudio de los autoritarismos. En 2018 publicó How Fascism Works: The Politics of Us and Them, traducido al español como Facha: cómo funciona el fascismo y cómo ha entrado en tu vida, donde analiza cómo los regímenes fascistas siembran el miedo, distorsionan la realidad y deshumanizan a segmentos de la población para justificar su represión. A través de ejemplos históricos, Stanley explica cómo el fascismo no se impone de golpe, sino que avanza lentamente, disfrazado de medidas necesarias para “recuperar el orden”. Desde su perspectiva, Trump y su gobierno han recorrido ese camino peligrosamente, dejando de ser simplemente un populismo nacionalista para convertirse en algo mucho más oscuro.

Pérdida evidente de la libertad
Fascismo, insiste Stanley, no es una acusación vacía. Para él, tiene fundamentos concretos: restricciones a la libertad de expresión, deportaciones masivas que violan fallos judiciales, ataques sistemáticos a las universidades que promueven políticas de diversidad e inclusión. “Ese no es un liderazgo errático ni meramente polémico”, sostiene. “Es una estrategia deliberada de silenciamiento, de polarización, de eliminación del otro”. En su libro más reciente, Erasing History: How Fascists Rewrite the Past to Control the Future (2024), el académico sostiene que uno de los elementos centrales del fascismo es la manipulación del relato histórico. Al controlar cómo se cuenta el pasado, se condiciona el futuro, y esto –asegura– es exactamente lo que está ocurriendo en su país de origen.
Desde su nuevo cargo en la Escuela Munk de Asuntos Globales y Políticas Públicas de la Universidad de Toronto, Stanley se propone seguir dando la batalla intelectual, pero desde un lugar que, según sus palabras, aún garantiza el pensamiento libre. «Estados Unidos se está convirtiendo en un lugar aterrador», afirma. Y esa percepción no es solo personal. Otros académicos como Shore y Snyder, también antes parte del prestigioso cuerpo docente de Yale, han tomado decisiones similares. La inseguridad jurídica que enfrentan profesores extranjeros no ciudadanos en suelo estadounidense, cuya permanencia depende de visas frágiles que pueden ser revocadas por expresar opiniones críticas, es una de las razones que más peso tuvo para Stanley.
Tambièn puedes leer: Tiranía arancelaria de los EE.UU. afecta la soberanía de naciones como España y Venezuela
Acerca de la narrativa única
Fascismo también significa, para Stanley, la imposición de una narrativa única sobre quiénes son los “verdaderos” ciudadanos y quiénes deben ser excluidos del espacio público. En este sentido, denuncia que la administración Trump ha comenzado a hacer distinciones entre “judíos buenos” y “judíos malos”. “Los estudiantes judíos de Yale estuvieron entre los grupos más activos en las protestas contra la guerra en Gaza, y ahora se les acusa de antisemitismo”, explica. La paradoja, dice Stanley, es perversa: se etiqueta de antisemitas a los mismos que denuncian crímenes de guerra y piden paz. “Este régimen está haciendo una distinción muy peligrosa”, insiste, una que remite directamente a patrones históricos conocidos.
La Universidad de Yale, por ahora, se ha mantenido firme frente a las presiones del gobierno federal. Ha protegido a sus profesores y no ha cedido ante las amenazas de recortes presupuestarios. Pero otras instituciones, como la Universidad de Columbia, no han tenido la misma fortuna. Allí, señala Stanley, las autoridades han accedido a investigar a estudiantes y docentes por participar en protestas propalestinas. “Si aceptas estas demandas, ya no eres una universidad”, afirma tajantemente. “Una universidad es un lugar para el pensamiento libre y crítico. Si cedes a la censura del gobierno, estás traicionando tu razón de ser”.
En medio de una traición
Fascismo, en la visión de Stanley, es también esa traición a los principios fundacionales de la democracia liberal. Y el silencio que acompaña muchas de estas decisiones institucionales es una forma de complicidad. A menudo se pregunta por qué él y otros no se quedaron a luchar desde dentro. Su respuesta no elude la autocrítica, pero pone el foco en la urgencia de proteger a quienes no tienen privilegios legales: “Yo puedo irme, pero muchos de mis colegas no. Sus visas pueden ser canceladas. No pueden siquiera expresar opiniones políticas en redes sociales sin arriesgar su estatus migratorio”.

Stanley cree que en Canadá puede continuar esa lucha desde otro frente. En la Escuela Munk planean crear el principal centro del mundo para la defensa de la democracia, acoger a periodistas y académicos perseguidos y ofrecer un entorno académico más inclusivo. “Podemos traer académicos y periodistas acá para protegerlos mejor de lo que podemos hacer en Estados Unidos”, señala. Su ambición no es escapar, sino construir una plataforma desde la cual resistir con mayor eficacia. Canadá, dice, le ofrece las garantías mínimas que ya no encuentra en su país natal.
La suma de todos los miedos
Fascismo es una palabra que espanta. Pero para Stanley, y para muchos como él, es la única que puede explicar lo que está ocurriendo. Reescritura del pasado, supresión del disenso, discriminación estatalizada, manipulación de identidades colectivas. Todo esto, argumenta, se enmarca dentro de una lógica que ya conocemos. “Ya hemos estado aquí antes”, repite, “y no podemos permitirnos ignorar las señales”. La historia enseña que cuando se normaliza lo inaceptable, el retroceso es inevitable.
Tambièn puedes leer: Oscar Arias Sánchez advierte de un peligro planetario: EE.UU. busca un enemigo
Las preguntas que deja la salida de Stanley son incómodas: ¿Qué clase de país obliga a sus intelectuales más reconocidos a exiliarse? ¿Cuán comprometido está el sistema con la libertad si castiga el pensamiento crítico? ¿Qué mensaje se envía al mundo cuando la principal democracia del planeta censura, castiga o persigue a sus voces disidentes? La respuesta, implícita en el discurso de Stanley, es que algo esencial se ha roto.
Fascismo, repite, no llega con botas, sino con decretos administrativos, discursos polarizantes y decisiones aparentemente técnicas. No se declara de un día para otro, sino que se instala silenciosamente, aprovechando la indiferencia de muchos y el miedo de otros. El filósofo no busca convencer con hipérboles, sino con hechos. Y los hechos, asegura, ya son suficientemente alarmantes. Su exilio es una alerta. Y su voz, desde el norte, una resistencia que no se rinde.

