América Latina aun alucina con la narrativa de repartir en igualdad

América Latina aun alucina con la narrativa de repartir en igualdad, como si la simple voluntad de justicia social bastara para enderezar los viejos y profundos desequilibrios estructurales de la región. La promesa de equidad —que tantas veces ha encandilado a los votantes con tintes de redención— sigue presente en los discursos, en las pancartas, en los manifiestos de campaña. Pero más allá de la retórica, los resultados no acompañan. La desigualdad persiste, el estancamiento económico se profundiza y la informalidad se convierte en el techo para millones. En este escenario, la región se aferra a una visión romántica de reparto, mientras esquiva el camino más arduo —pero probablemente más fructífero— de la innovación, la producción y la generación de valor real.

El análisis de esta encrucijada fue abordado recientemente por Juan Carlos Echeverry Garzón, economista colombiano, exministro de Hacienda, expresidente de Ecopetrol y exdecano de economía de la Universidad de los Andes. En su artículo de opinión titulado “Repartidores contra innovadores”, publicado en el diario español EL PAÍS, Echeverry responde al constitucionalista Rodrigo Uprimny y su visión sobre el dilema de la igualdad. Para Echeverry, este dilema es más que una disputa ideológica: es una decisión concreta sobre el futuro económico y social de millones de personas. Es, en últimas, una elección entre quedarse con lo que hay y dividirlo, o arriesgarse a crear más y compartir el crecimiento.

Ideologías: América Latina aun alucina

América Latina aun alucina con un sistema en el que repartir parece más fácil, menos doloroso, más “moralmente correcto”. Pero en esa pulsión por la redistribución inmediata se olvida que no se puede repartir lo que no se ha producido. Echeverry plantea un experimento mental entre dos ciudades: una opta por la redistribución constante de los recursos existentes (la ciudad A), mientras la otra (ciudad B) se enfoca en la innovación, la creación de nuevas industrias, productos y empleos. A los 60 años, advierte el autor, las diferencias entre ambas ciudades serían abismales, no solo en riqueza acumulada, sino también en oportunidades, conocimiento, movilidad social y bienestar general. El optimismo de los repartidores, dice, es tan ingenuo como peligroso: presupone una solidaridad permanente, desconociendo que la innovación también crea redes de cooperación y crecimiento que benefician a más personas.

La promesa de equidad —que tantas veces ha encandilado a los votantes con tintes de redención— sigue presente en los discursos, en las pancartas, en los manifiestos de campaña. Pero más allá de la retórica, los resultados no acompañan. La desigualdad persiste, el estancamiento económico se profundiza y la informalidad se convierte en el techo para millones. Ilustración MidJourney

El corazón del problema —según Echeverry— radica en la superioridad moral con la que muchos defensores del reparto miran su postura. Como si pensar en la creación de riqueza fuese un pecado capital. Como si toda acumulación de capital fuera ilegítima. Como si todo emprendedor exitoso tuviera que justificarse ante un tribunal ético. Pero lo que estos críticos no ven es que el verdadero sacrificio lo paga el prójimo, esa figura que dicen defender. Porque al impedir que se generen nuevas fuentes de valor, se condena a las mayorías al estancamiento, a los subsidios mínimos, a la eterna espera de un Estado que no alcanza. América Latina aun alucina con la idea de que la igualdad puede imponerse por decreto, sin asumir los costos de un sistema que premie la productividad, la educación útil, la inversión y el riesgo.

China y los Estados Unidos

Para Echeverry, la historia reciente del mundo ofrece ejemplos elocuentes. Estados Unidos desde el siglo XIX y China desde 1980 siguieron caminos de producción, no de reparto. Apostaron a la innovación, a premiar el éxito empresarial, al desarrollo de tecnologías, y permitieron que sus economías respiraran con libertad. Los progresos fueron tangibles, incluso para los más pobres. Mientras tanto, América Latina parece abrazar una versión ideológica de Robin Hood, donde la redistribución no solo se considera deseable, sino suficiente. Pero no lo es. Porque sin innovación, lo que queda por repartir es cada vez menos. Y sin sectores emergentes que absorban a los desplazados, se impone la frustración, la informalidad crónica y el clientelismo político como forma de vida.

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América Latina aun alucina con la idea de que las empresas pueden ser útiles, pero no demasiado poderosas; de que los emprendedores pueden ganar, pero no enriquecerse; de que el mérito debe premiarse, pero con discreción. Echeverry se pregunta, con ironía inquietante, qué habría pasado si a figuras como Bill Gates, Steve Jobs o Jeff Bezos se les hubiera detenido en su quinto año de éxito, por haber ganado ya suficiente. ¿Quién determina cuánto es suficiente? ¿Dónde se traza la línea entre lo justo y lo inmoral? En ese afán por controlar el éxito ajeno se esconde un profundo temor al dinamismo económico, a la incertidumbre que implica permitir que algunos triunfen —y otros fracasen— en un sistema abierto y competitivo. Pero es en ese proceso de prueba y error donde las sociedades encuentran su camino al progreso.

Cuando nadie aprende nada

El argumento del autor colombiano es directo: los repartidores no solo frenan el crecimiento, sino que pervierten el aprendizaje colectivo. Si nadie se arriesga, si nadie invierte, si nadie apuesta por nuevas ideas, la economía se adormece. Nadie cambia de sector. Nadie apuesta por lo emergente. Nadie se adapta. Nadie aprende. América Latina aun alucina con modelos de economía cerrada, donde la planificación estatal sustituye la libertad empresarial, y donde la supervivencia depende de estar cerca del poder. Así, se castiga al innovador y se premia al que sabe esperar su turno en la fila del subsidio. Y, con ello, se distorsionan los incentivos más elementales del crecimiento económico.

El caso de Cuba o Venezuela es paradigmático, advierte Echeverry. Ambos países optaron radicalmente por la ciudad A. Allí no hay Bezos, ni Gates, ni siquiera empresas medianas que compitan por el consumidor. Hay racionamiento, exilio masivo y una población igualada por lo bajo. No por capricho miles de ciudadanos de estas naciones migran a Estados Unidos, símbolo del sistema que sus líderes satanizan. Lo hacen porque intuyen que allí —con todos sus defectos— hay más posibilidades de crecer, de construir un futuro con base en el mérito y no en la afiliación política. Irónicamente, el país más vilipendiado por los discursos repartidores se convierte en el refugio de sus víctimas.

En este escenario, la región se aferra a una visión romántica de reparto, mientras esquiva el camino más arduo —pero probablemente más fructífero— de la innovación, la producción y la generación de valor real. Ilustración MidJourney.

Burocracia, control e impuestos

América Latina aun alucina con la narrativa de que los problemas del continente son culpa del capitalismo, del mercado, de las grandes empresas. Pero rara vez se asume que muchas de sus tragedias han nacido de decisiones internas: de burocracias ineficientes, de controles de precios que desincentivan la producción, de impuestos que castigan el emprendimiento y de una cultura política que prefiere prometer lo inmediato antes que construir lo duradero. La igualdad real no nace de la imposición, sino del crecimiento sostenido, de la ampliación de oportunidades, del acceso a educación de calidad y del fortalecimiento de instituciones que premien la iniciativa.

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Echeverry no defiende la desigualdad extrema. Tampoco niega que el sistema económico necesita ajustes. Pero sí plantea que no se puede construir una sociedad más justa eliminando los motores de creación de valor. El reto está en encontrar formas de distribuir los frutos del crecimiento sin matar la semilla. En entender que la prosperidad no es un juego de suma cero, sino una posibilidad colectiva que depende de permitir que algunos —los más inquietos, los más audaces— se lancen a la piscina antes que los demás. América Latina aun alucina con un modelo de igualdad que no se sostiene ni en la experiencia histórica ni en la lógica económica. Y mientras siga el hechizo, los ciudadanos seguirán esperando una repartición que nunca llega, porque nadie se atrevió a crear lo que tanto se ansía repartir.

 

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