Periodistas en jaque. Así podría resumirse el estado actual del oficio que durante siglos ha sostenido el delicado equilibrio entre el derecho a la información y la búsqueda de la verdad. Hoy, los profesionales de la comunicación se enfrentan a un nuevo adversario que no duerme, no viene y aprende a velocidades exponenciales: la inteligencia artificial. Sin embargo, esta amenaza no se manifiesta únicamente en su eficiencia para procesar datos o generar titulares llamativos, sino en su facilidad para contaminarse con desinformación, replicarla y presentarla como hechos. Esta paradoja —la de una tecnología diseñada para asistir, pero alimentada por el engaño— ha puesto en evidencia que el entrenamiento de los bots ya no es neutro. Y frente a ellos, el reportero humano no solo debe seguir escribiendo, sino aprender a defender el relato verificado como último baluarte de cordura en el ecosistema digital.
Carmela Ríos, periodista experta en redes sociales y desinformación, publicó recientemente una pieza en el portal EL PAÍS titulada: “La desinformación ya entrena a la inteligencia artificial” . Con una trayectoria de más de 20 años en informativos televisivos —10 de ellos en París—, Ríos también es docente de periodistas que buscan adaptarse al vértigo del entorno digital. Su texto parte de un caso concreto: la campaña de desinformación contra la ministra Pilar Alegría, un ataque coordinado a través de redes sociales, donde el uso de montajes generados por IA y cuentas falsas logró condicionar la agenda mediática. Pero su advertencia va más allá: el contenido falso que hoy no se elimina termina entrenando a los modelos de IA, lo cual abre un escenario en el que los periodistas ya no luchan solo contra rumores, sino contra sistemas que los replican con autoridad maquinal.
La IA pone a los periodistas en jaque
Hoy existe un entorno, donde los periodistas en jaque son los más. Cada día es más difícil distinguir entre el contenido manipulado por humanos con intereses políticos y el que ha sido regurgitado por un modelo de lenguaje sin filtros éticos. Como ejemplo está la operación digital contra Pilar Alegría, que muestra cómo funciona esta maquinaria: un aluvión de cuentas falsas, memes, insinuaciones y lenguaje misógino, todo amplificado en X —antigua Twitter— por nodos de desinformación que ya habían operado en otras campañas electorales. Lo grave, explica Ríos, es que cuando los medios tradicionales se hacen eco de estas tendencias sin cuestionarlas, la operación logra su cometida: infiltrar la agenda informativa, sembrar dudas, debilitar reputaciones y convertir en noticia lo que apenas era ruido estratégico.

La batalla no es nueva, pero sí lo son sus campos y herramientas. Los algoritmos que antes servían para organizar información ahora pueden propagar desinformación a escala planetaria. En el caso documentado por la organización NewsGuard, por ejemplo, cinco bulos promovidos desde Rusia contra Francia fueron consultados más de 55 millones de veces gracias a su replicación en plataformas digitales. Pero la alarma se disparó cuando esos mismos bulos fueron sometidos a prueba en una vez modelos diferentes de inteligencia artificial, en inglés y francés. El resultado fue inquietante: varios de los chatbots aceptaron como hechos las afirmaciones falsas, entre ellas la de que Emmanuel Macron habría tenido una relación con un supuesto activista antillano que murió de sida. La IA francesa Mistral fue una de las que no solo no desmintió el bulo, sino que lo reprodujo como dato.
Y quién entrena a los humanos
Periodistas en jaque, se notan en el tablero, cuando sus fuentes de consulta, sus agendas de contenido y su credibilidad son cuestionadas por el mismo entorno donde el usuario promedio consulta también a una IA. Mientras el periodista se toma el tiempo de verificar, contrastar, acudir a expertos y publicar con responsabilidad, un bot mal entrenado puede ofrecer en segundos una versión manipulada que será compartida sin reparaciones. ¿Y qué ocurre cuando la audiencia no sabe distinguir? O peor aún, cuando prefiere lo espectacular a lo cierto. La pregunta entonces no es solo quién se entrena mejor, el bot o el reportero, sino quién entrena al público para valorar el trabajo periodístico.
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Es cierto que los modelos de IA han demostrado capacidades impresionantes: redacción automatizada, resúmenes en segundos, análisis de grandes volúmenes de datos. Pero su aprendizaje depende directamente de los insumos que se les entrega. Si el contenido disponible está sesgado, manipulado o es deliberadamente falso, el resultado será una inteligencia artificial disfrazada de erudición que, en el fondo, apenas repite errores y prejuicios. En este escenario, Carmela Ríos no lanza una acusación aislada, sino una advertencia generalizada: el ecosistema informativo se está degradando desde su raíz, y la presencia de desinformación es tan omnipresente como el plástico en los océanos.
Virulencia sobre la verdad
Hoy día hay periodistas en jaque que deben competir con un ruido ensordecedor y con plataformas cuyos algoritmos premian la virulencia sobre la verdad. La lógica de la atención digital castiga el rigor y premia el escándalo. El contenido emocional, polarizante o tendencioso viaja más rápido y llega más lejos que la información verificada. Esto plantea una contradicción que carcome el mismo corazón del periodismo: ¿cómo ejercer un oficio basado en la verificación, si el público es seducido constantemente por ficciones de hechos?
La solución, propone Ríos, no está en rendirse ni en apelar a la nostalgia. Está en formar periodistas con nuevas herramientas, capacitados no solo para verificar, sino para anticipar campañas de manipulación, reconocer patrones digitales, desarticular redes de bots y entender las nuevas narrativas del poder. El periodismo necesita entrenarse en código, en análisis de datos, en detección de deepfakes, pero también en pedagogía mediática: ayudar a las audiencias a leer críticamente, a dudar de lo espectacular, a valorar el dato verificado sobre la ocurrencia viral.

Una guerra contra el mal
Periodistas en jaque no significa periodistas derrotados. Encarna que están llamados a una nueva batalla, no contra la tecnología, sino contra su uso malicioso. Es posible que los bots sigan mejorando, que sus respuestas sean cada vez más sofisticadas, que incluso aprendan a citar fuentes. Pero nunca sustituirán la experiencia de quien sabe leer una declaración entre líneas, de quien conoce el contexto político de un país, de quien escucha la pausa en una entrevista y detecta lo no dicho. El periodista no es solo un repetidor de datos, sino un intérprete, un curador del caos informativo.
El dilema no es tecnológico, es ético. ¿Qué tipo de información queremos consumir como sociedad? ¿Estamos dispuestos a que nuestras decisiones políticas, sanitarias o sociales se tomen a partir de contenidos manipulados, amplificados por máquinas sin conciencia? El caso de la ministra Pilar Alegría y la operación digital en su contra son solo una advertencia. Hoy se trata de ella. Mañana puede ser cualquier figura pública, institución o ciudadano. Lo que está en juego no es el prestigio de un individuo, sino la calidad del debate público.
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Periodistas en jaque. Pero si acepta el desafío de reinventarse, de adaptarse a un terreno de juego donde el rival puede escribir más rápido, pero no necesariamente mejor, entonces aún queda partida por jugar. En el cruce entre tecnología y verdad, el periodismo tiene la oportunidad de convertirse en el faro que guía a las sociedades en medio de una tormenta de datos. No se trata de competir con los bots, sino de demostrar que el verdadero entrenamiento consiste en buscar lo cierto, aunque cueste más. Porque, al final, la credibilidad no se programa: se construye.