¿Las súper potencias no pueden o no quieren detener la guerra en Medio Oriente?

La guerra en Medio Oriente ha vuelto a ser el centro de atención global, generando un complejo debate sobre si las grandes potencias están realmente incapacitadas para detener el conflicto o si, en realidad, carecen de la voluntad política para hacerlo. Este escenario se ha repetido una y otra vez a lo largo de los últimos años, y en cada ocasión, las potencias mundiales, encabezadas por Estados Unidos, parecen ver cómo sus esfuerzos se diluyen en una serie de promesas rotas, intentos de negociación fallidos y declaraciones que no llegan a concretarse en acciones efectivas. El problema de fondo parece no ser solo la falta de poder para influir en la región, sino el análisis de la arquitectura de seguridad internacional que alguna vez otorgaba a las naciones un papel de control. Mientras tanto, las víctimas siguen acumulándose en un conflicto que se siente más intratable con cada día que pasa.

Roger Cohen, jefe de la oficina de París de The New York Times, ha abordado esta problemática en un reciente análisis titulado “Por qué las grandes potencias del mundo no pueden impedir una guerra en Medio Oriente”. En este artículo, Cohen plantea que la capacidad de Estados Unidos para ejercer influencia sobre las naciones involucradas ha disminuido de manera dramática en la última década, en parte debido a la fragmentación del poder en la región y la pérdida de autoridad de Estados Unidos frente a actores locales y sus aliados. Este análisis parte de sus coberturas previas en Ucrania, Rusia e Israel-Gaza, que lo han llevado a ver de cerca cómo la guerra en Medio Oriente se ha convertido en un punto de ruptura para la política exterior estadounidense.

¿Inevitable guerra en Medio Oriente?

El conflicto actual entre Israel y el grupo extremista Hamás en Gaza, que se extiende ya por casi un año, ha demostrado los límites del poder estadounidense en un escenario que alguna vez fue su principal terreno de influencia. A pesar de las constantes llamadas de Joe Biden para un alto el fuego y las negociaciones intermitentes que descritas como “al borde de un gran avance”, no se ha logrado frenar la violencia ni aliviar el sufrimiento de la población civil atrapada entre las líneas de fuego. La situación ha alcanzado un nuevo nivel de peligro con la reciente muerte de Hassan Nasrallah, líder de Hezbolá, lo que ha incrementado las tensiones no solo entre Israel y Líbano, sino también con el principal patrocinador de Hezbolá, Irán.

El problema de fondo parece no ser solo la falta de poder para influir en la región, sino el análisis de la arquitectura de seguridad internacional que alguna vez otorgaba a las naciones un papel de control. Ilustración MidJourney

La guerra en Medio Oriente se ha convertido en un ejemplo claro de cómo los cambios en las dinámicas de poder regional han fragmentado la autoridad internacional. La pérdida de Nasrallah deja un vacío de liderazgo que Hezbolá tardará en llenar, pero también plantea una incógnita más amplia: ¿cómo reaccionará Irán ante este golpe? Nasrallah era el símbolo de la capacidad de Irán para proyectar su influencia en la región y su ausencia debilita a Teherán de una manera que podría desestabilizar toda la estructura de su red de aliados. Esto, a su vez, crea un escenario en el que ni Estados Unidos ni otras potencias tienen la capacidad de intervenir de manera significativa para estabilizar la situación, pues sus influencias tradicionales están erosionadas.

Ni palabras ni balas

El análisis de Cohen expone un escenario en el que ni la fuerza militar ni la diplomacia tradicional parecen tener cabida en la guerra en Medio Oriente. Para Gilles Kepel, un experto francés en la región, el asesinato de Nasrallah deja a Irán y Hezbolá en una situación crítica y abre la puerta a un período de incertidumbre que podría durar meses o incluso años. Sin embargo, esta fragmentación del poder no se limita a Irán. Estados Unidos, que durante mucho tiempo fue el árbitro casi indiscutido de las negociaciones de paz en la región, ya no posee el mismo peso ni la misma credibilidad para mediar entre las partes. Los Acuerdos de Camp David de 1978 y la paz entre Israel y Jordania de 1994 son vestigios de una era en la que la influencia estadounidense aún podía moldear el curso de los eventos.

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Hoy, la guerra en Medio Oriente se desarrolla en un entorno en el que actores como Rusia y China están más interesados ​​en explotar las divisiones que en resolverlas. China, que depende del petróleo iraní y ha apoyado cualquier iniciativa que debilite la hegemonía estadounidense, no se ha involucrado en el conflicto como un agente de paz. De hecho, Beijing parece satisfecho con ver a Estados Unidos enredarse en otra guerra interminable. Rusia, por su parte, ha visto en la guerra una oportunidad para estorbar a Washington en un frente secundario, mientras continúa su ofensiva en Ucrania. La dependencia de Rusia en la tecnología de defensa iraní, especialmente en los drones, refuerza la idea de que Moscú no tiene ningún interés en presionar a Irán para que reduzca su apoyo a Hezbolá.

¿Un asunto de control?

Este vacío de liderazgo ha permitido a actores como Hamás y Hezbolá mantener su influencia sin miedo a represalias significativas. Para ellos, la guerra en Medio Oriente es una oportunidad para consolidar su control, mantener la cohesión de sus bases y, en última instancia, regresar a los estados establecidos. Aun cuando Israel ha recibido apoyo continuo de Estados Unidos, convertido en un paquete de ayuda militar de 15.000 millones de dólares aprobado por Biden, la administración estadounidense se encuentra en una posición precaria. Las críticas al enfoque de Israel, incluso dentro de Estados Unidos, han aumentado, especialmente entre los jóvenes que ven con creciente simpatía la causa palestina.

La falta de intervención efectiva de las grandes potencias en la guerra en Medio Oriente refleja una tendencia global hacia la descentralización del poder. Richard Haass, presidente emérito del Consejo de Relaciones Exteriores, ha señalado que Medio Oriente se ha convertido en un “caso de estudio de esta peligrosa fragmentación”. La incapacidad para detener el ciclo de violencia muestra que ya no existen potencias lo suficientemente fuertes como para imponer el orden en una región desgarrada por años de enfrentamientos. Mientras tanto, los países árabes más influyentes —Arabia Saudita y Egipto, principalmente— se muestran renuentes a intervenir de manera decisiva. Egipto teme verse abrumado por un flujo masivo de refugiados palestinos, mientras que Arabia Saudita mantiene su apoyo a la causa palestina a nivel diplomático, pero evita cualquier compromiso militar.

Sin un actor capaz de imponer la paz, el conflicto seguirá escalando, dejando a las superpotencias atrapadas en un ciclo de declaraciones sin efecto real. Ilustración MidJourney.

Falta de consenso global

En este contexto, la guerra en Medio Oriente no solo es un testimonio de la debilidad de las potencias externas, sino también de la falta de consenso global para resolver el conflicto. La ONU, paralizada por vetos de Rusia y Estados Unidos en el Consejo de Seguridad, ha demostrado ser incapaz de formular una estrategia coherente que involucre a todas las partes. Y mientras el apoyo de Israel por parte de Washington sigue siendo inquebrantable, no existen señales de que la situación se dirija hacia un desenlace pacífico. Al contrario, la región parece destinada a seguir siendo un tablero de ajedrez geopolítico, donde cada jugador prioriza sus intereses por encima de la estabilidad.

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En última instancia, la guerra en Medio Oriente podría convertirse en el escenario que finalmente desmorone el mito de la omnipotencia de las grandes potencias. Sin un actor capaz de imponer la paz, el conflicto seguirá escalando, dejando a las superpotencias atrapadas en un ciclo de declaraciones sin efecto real. Irónicamente, la pregunta que plantea Roger Cohen —si no pueden o no quieren detener el conflicto— parece quedar sin respuesta, ya que las líneas entre la incapacidad y la inacción se vuelven cada vez más borrosas.

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