Dos siglos de hipocresía migratoria recorren la historia de los Estados Unidos como una línea discontinua de bienvenida selectiva y exclusión sistemática. Desde que en 1790 se promulgó la Ley de Naturalización —que permitía acceder a la ciudadanía sólo a «gente blanca libre»— hasta los decretos ejecutivos que cimentaron la política del muro fronterizo en tiempos recientes, el relato fundacional de una nación construida por migrantes contrasta agudamente con la realidad de millones de personas perseguidas, explotadas o deportadas por buscar en suelo estadounidense lo que su país les niega. La nación que debe su existencia al flujo constante de brazos, lenguas y culturas extranjeras, se niega a mirar su historia en el espejo de la coherencia.
El análisis que sirve de columna vertebral para este reportaje es obra del escritor y ensayista venezolano Luis Britto García, autor del material titulado: “Verdades migratorias” publicado en el portal Aporrea, donde colabora como firma fija. Con más de noventa títulos en su haber y una obra que abarca la narrativa, el teatro, el ensayo y el humor gráfico, Britto García es una de las voces más críticas del pensamiento latinoamericano contemporáneo. Su enfoque conecta elementos históricos, políticos y morales, y lo hace con una contundencia que desarma cualquier argumento simplista a favor del actual sistema migratorio estadounidense.
Dos siglos de hipocresía migratoria
Al recordar que Estados Unidos nació como un país de migrantes —por colonización, compra o conquista— el autor desentierra los cimientos éticos del mito fundacional. Alaska, Luisiana y Florida fueron compradas. Hawaii, Filipinas, Puerto Rico y buena parte del antiguo México fueron tomados por la fuerza. El resultado de esta expansión fue el desierto demográfico creado por el exterminio de pueblos originarios. En ese vacío se impusieron dos métodos de repoblamiento: la esclavitud perpetua y la servidumbre temporal. En este último modelo, miles de europeos fueron engañados, secuestrados o empujados por la miseria a venderse por años sin sueldo a cambio del pasaje hacia “el nuevo mundo”. Esta forma de servidumbre, legalizada, era —como señala Britto García— aún más cruel que la esclavitud tradicional, pues no requería preservar la salud del trabajador, sino exprimirlo hasta el último día del contrato.

Dos siglos de hipocresía migratoria quedan aún más al desnudo cuando se examina la evolución del sistema legal. En 1921 y 1924, las leyes migratorias impusieron cuotas que privilegiaban a los europeos del norte y el oeste, en detrimento de quienes provenían del sur o el este del continente. Solo en 1965, con la Ley Hart-Cellar, se eliminaron formalmente las discriminaciones raciales, permitiendo la entrada de migrantes provenientes de Asia y América Latina. Pero la forma en que el sistema estadounidense regula, o más bien restringe, la entrada de migrantes revela un patrón de racismo institucionalizado que se ha maquillado con el tiempo, sin desaparecer realmente.
La farsa de la “invasión”
La hipocresía se confirma con datos actuales. En 2023, la población nacida en el extranjero en EE.UU. alcanzó los 47,8 millones, el 14,3% de la población total. Aunque se trata de una proporción elevada, aún está por debajo del récord del 14,8% registrado en 1890. Cerca de la mitad de estos migrantes ya están naturalizados, mientras que sólo el 23% son considerados “no autorizados”. La narrativa de “invasión migrante” contrasta con la estadística: los migrantes ilegales representan apenas el 4,8% de la fuerza laboral. Sin embargo, son señalados como amenazas, utilizados como chivos expiatorios y obligados a aceptar condiciones laborales degradantes bajo la amenaza constante de deportación.
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Dos siglos de hipocresía migratoria no solo han moldeado el discurso político, sino también la lógica económica del país. Los migrantes, legales e ilegales, hacen los trabajos que los estadounidenses no quieren hacer: limpiar baños, recolectar frutas, cuidar ancianos, construir edificios y atender restaurantes. Esta fuerza laboral invisible mantiene sectores enteros de la economía a flote. Y, sin embargo, son tratados como si fueron criminales o invasores. La contradicción es evidente: el sistema necesita a los migrantes, pero les niega la dignidad.
Una brutal paradoja
Los datos muestran que el mayor grupo de migrantes sigue siendo el proveniente de México (10,6 millones), seguido por India, China, Filipinas y El Salvador. Estos flujos responden, muchas veces, a la desestabilización política o económica provocada —directa o indirectamente— por la política exterior estadounidense. Como advierte Britto García, “todo imperio que desestabiliza al mundo recibe flujos de migrantes de los países desestabilizados”. La paradoja es brutal: quienes huyen del caos sembrado por el intervencionismo, deben luego enfrentar la humillación y el desprecio del país que ayudó a sembrar su ruina.
Dos siglos de hipocresía migratoria alcanzaron su clímax simbólico con la política migratoria de Donald Trump. Su gobierno emprendió una verdadera cacería humana bajo el amparo de decretos ejecutivos que violaban principios constitucionales elementales, como el derecho a juicio o la nacionalidad por nacimiento. Las redadas, deportaciones sumarias y separación de familias crearon un clima de terror. Según encuestas del Pew Research Center, el 42% de los latinos temían que ellos o sus allegados fueran deportados. La criminalización del migrante se convirtió en política de Estado.

Una venganza por petróleo
El caso venezolano es un ejemplo ilustrativo de esta lógica perversa. Aunque los venezolanos no figuran entre los cinco grupos migratorios más numerosos en EE.UU., el tratamiento que han recibido —especialmente en recientes deportaciones mediáticas— ha sido desproporcionadamente agresivo. Apenas 270.000 venezolanos residen en Estados Unidos, pero el aparato propagandístico ha hecho de su migración un escándalo político. Britto García sugiere que más que razones demográficas, lo que está detrás de esta política es la frustración del gobierno estadounidense por no poder controlar los recursos energéticos venezolanos. El castigo no es migratorio, sino geopolítico.
Dos siglos de hipocresía migratoria también se manifiestan en las alianzas de Estados Unidos con gobiernos que se prestan a colaborar en esta cruzada. El presidente salvadoreño, Nayib Bukele, ha aceptado —según revela Britto García— una cuota de 20.000 dólares anuales para encarcelar a deportados sin juicio previo. Una transacción grotesca, donde los derechos humanos se venden al mejor postor.
El dato más dramático está en los hogares mixtos: 6,3 millones de casas en EE.UU. están habitadas por personas sin papeles, conviviendo muchas veces con familiares legalizados o nacidos en el país. Más de 4,4 millones de ciudadanos estadounidenses viven con alguien que está en riesgo de deportación. La separación de estas familias no solo es inhumana: es innecesaria. No responde a una amenaza real, sino a una ficción política creada para cubrir otros fracasos del sistema.
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Mentir a los desesperados
Dos siglos de hipocresía migratoria deberían obligar a Estados Unidos a revisar el relato que se cuenta a sí mismo. La nación de la Estatua de la Libertad, del “sueño americano”, de la promesa de tierra de oportunidades, ha tejido una red de exclusiones que castiga a quienes hacen posible su prosperidad. El problema no es la migración, sino la incoherencia histórica con la que ha sido administrada. La distancia entre la retórica y la realidad se mide en muros, redadas, cuotas, cuotas raciales y familias rotas.
Luis Britto García lo exponen con crudeza y precisión. Estados Unidos no puede seguir sosteniendo una imagen de acogida mientras practica políticas de exclusión y terror. No se trata de ideología, sino de coherencia histórica y moral. La política migratoria estadounidense no es una excepción, es la norma. Una norma que, durante más de dos siglos, ha administrado con eficacia una única estrategia: decir una cosa y hacer otra. Eso, sin lugar a dudas, son dos siglos de hipocresía migratoria.