En los anales del poder económico estadounidense, pocos conceptos son tan reiterados y a la vez tan ambiguos como la «independencia» de la Reserva Federal. Una independencia comprometida ha sido el precio que esta institución ha debido pagar por su propia existencia dentro de un sistema político que, aunque formalmente separado del banco central, nunca ha dejado de ejercer presión sobre sus decisiones. Desde los días en que Lyndon B. Johnson gritaba órdenes desde su rancho texano hasta las descalificaciones tuiteras de Donald Trump, la historia de la Reserva Federal está marcada por una tensión persistente: la de pretender autonomía en un entorno que, políticamente, exige obediencia.
La advertencia llega desde Byron Gilliam, autor del boletín diario de Blockworks, ex operador bursátil con dos décadas y media de experiencia en mercados internacionales y licenciado en Historia por la Universidad de Binghamton. En su ensayo: “La independencia de la Reserva Federal podría ser el próximo gran perdedor”, Gilliam desmenuza no solo las fragilidades de la Reserva Federal frente a las presiones políticas, sino también la complicidad silenciosa de los mercados, que ya descuentan una década entera de sumisión estratégica. El artículo, publicado en el portal especializado Blockworks, exhibe una mezcla de memoria histórica y observación presente que resulta difícil de ignorar.
FED: independencia comprometida
El relato de Gilliam parte de una anécdota que hoy parece tragicómica: en 1970, durante la toma de posesión del presidente de la Reserva Federal Arthur Burns, el entonces presidente Richard Nixon expresó que respetaba la independencia del nuevo funcionario, aunque esperaba que concluyera —independientemente— que debía seguir su línea política. Esa independencia comprometida fue lo que permitió que la inflación se disparara durante los años 70, cuando la Fed de Burns se alineó con las prioridades electorales de la Casa Blanca, abandonando su responsabilidad técnica para convertirse en un brazo ejecutor del poder ejecutivo.
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Esa subordinación, disfrazada de cordialidad institucional, no fue una anomalía aislada. Tal como explica Gilliam, en los primeros veinte años de existencia de la Fed, el secretario del Tesoro de Estados Unidos también presidía el banco central, lo cual hacía de la independencia un mito más que una realidad. Recién en 1935 se formalizó una separación de cargos, pero no de intereses. Una independencia comprometida siguió caracterizando la relación entre la Fed y el Ejecutivo, dependiendo aquella siempre de la voluntad de este para preservar sus prerrogativas.
Una sofisticada dicotomía
Con el paso de las décadas, esta dicotomía entre autonomía formal y obediencia práctica se fue sofisticando. Durante la administración de Johnson, William McChesney Martin —entonces presidente de la Fed— fue convocado al rancho presidencial en Texas para recibir un sermón sobre la necesidad de reducir las tasas de interés. Nixon, por su parte, se encargó de manipular a Burns con una combinación de halagos, presiones y promesas veladas. Carter, frustrado por las decisiones de William Miller, simplemente lo reasignó al Departamento del Tesoro. Una y otra vez, el inquilino de la Casa Blanca ha dejado claro que, más allá de los discursos sobre la tecnocracia, el control de la política monetaria sigue siendo un objetivo político de primer orden.
La independencia comprometida no solo se manifiesta en las presiones personales sino también en los condicionamientos estructurales. Como recuerdan Sarah Binder y Mark Spindel en El mito de la independencia, la Reserva Federal es interdependiente del Congreso, de quien emanan su existencia y sus atribuciones legales. Esta relación simbiótica permite al Congreso transferir responsabilidades y, al mismo tiempo, disponer de un chivo expiatorio cuando las cosas salen mal. En palabras del expresidente de la Fed William Martin, “estamos aquí para que nos culpen”.

Manipulación monetaria
Este modelo de gobernanza ha resultado funcional para muchos presidentes. Según el economista James Dorn, el incentivo político de manipular la política monetaria es demasiado fuerte como para ignorarlo. En su análisis, concluye que la presión presidencial suele conseguir sus objetivos: cuando un mandatario busca condiciones económicas que favorezcan su reelección, la Fed suele terminar cediendo. La independencia comprometida, en consecuencia, no es una mera amenaza latente, sino una constante estructural disfrazada de excepción.
Los efectos económicos de esta manipulación no son menores. Thomas Drechsel, otro economista citado por Gilliam, demostró empíricamente que la presión política ejercida sobre la Reserva Federal eleva la inflación “de forma fuerte y persistente”. Según sus modelos, una presión presidencial similar a la ejercida por Nixon elevaría los precios en un 8% al cabo de diez años. Pero hay más: también afecta negativamente al PIB, dejando en claro que la subordinación monetaria no solo fracasa como estrategia electoral, sino que compromete el crecimiento económico.
Donald es Donald
En tiempos más recientes, Donald Trump llevó esta práctica al extremo. Mientras Jerome Powell dirigía la Fed con cautela durante años de bonanza y luego de pandemia, el expresidente no escatimó en insultos y amenazas públicas. Desde su cuenta de Twitter calificó a Powell de “tonto” y “gran perdedor”, generando una atmósfera de acoso presidencial sin precedentes. La independencia comprometida dejó entonces de ser una metáfora para convertirse en una performance mediática, en donde el banquero central era expuesto como actor secundario del reality show presidencial.
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Los mercados, sin embargo, no son ingenuos. Como señala Gilliam, cada vez que estas presiones aumentan, los inversionistas comienzan a moverse hacia activos que escapan al control del Estado. Así ocurrió esta semana, cuando los ETF de Bitcoin captaron 381 millones de dólares tras un nuevo ataque verbal contra la Fed. Esta reacción, aparentemente irracional, revela una percepción: si la política monetaria es rehén de las urnas, entonces conviene refugiarse en activos independientes del sistema fiduciario. El oro, el bitcoin, incluso el arte, se vuelven salvavidas frente a una independencia comprometida cuya fragilidad es percibida con claridad por quienes apuestan su capital al futuro.
Juramentos desde la FED
Jerome Powell ha intentado disipar estas dudas, afirmando recientemente que la Reserva Federal no se dejará influenciar por la política. “Nunca nos dejaremos presionar”, prometió. Sin embargo, como recuerda Bernanke, “el Congreso es nuestro jefe”. Esta paradoja encapsula la esencia del problema: la Fed es independiente en el discurso, pero dependiente en los hechos. Sus funcionarios no pueden ser destituidos fácilmente, pero sus decisiones son escrutadas, cuestionadas y a menudo condicionadas por quienes sí tienen mandato electoral.
La historia, por tanto, no es solo una lección sobre los límites institucionales de la Reserva Federal. Es también un espejo que refleja la tentación constante del poder político de capturar el timón monetario. Desde el rancho texano de Lyndon B. Johnson hasta el patio digital de Donald Trump, la independencia comprometida de la Fed ha sido una constante disfrazada de excepción, una promesa constitucional con pies de barro. Lo que está en juego no es solo la reputación de sus presidentes, sino la estabilidad económica de una nación entera. Y si los mercados ya descuentan otra década de subordinación, quizás no están errando: simplemente están leyendo bien la historia.