El costo de un bufón en la corte: Elon Musk abandona la Oficina Oval

Elon Musk abandonará la Oficina Oval no con el estruendo de un portazo, sino con el eco amortiguado de un circo que termina antes de tiempo. Su breve pero ruidosa incursión como empleado especial del gobierno de Donald Trump parece llegar a su fin, dejando tras de sí una estela de controversias, contradicciones y conflictos de interés que oscilaron entre el espectáculo político y la disonancia institucional. El mismo hombre que prometía llevar la eficiencia de Silicon Valley al corazón del poder estadounidense, sale ahora por la puerta de atrás mientras la Bolsa rebota y su empresa estrella, Tesla, celebra con un alza del 5 %, como si su partida del gobierno fuera una bendición. La figura que alguna vez fue celebrada como el salvador tecnocrático de la administración republicana, hoy parece ser más un símbolo de desgaste que de modernización. Y así, como un bufón que dejó de hacer reír, Elon Musk es invitado a bajarse del escenario.

El reportaje original que detonó esta cobertura fue elaborado por John McCormick, periodista político nacional del The Wall Street Journal, quien ha cubierto todas las campañas presidenciales desde el año 2000. McCormick, quien se unió al diario en 2019 luego de su paso por Bloomberg News y otros importantes medios, tituló su pieza “GOP Reconsiders Musk After Wisconsin Defeat”, en la que detalla el viraje estratégico del Partido Republicano frente a un aliado que ha comenzado a convertirse en un lastre. Para ampliar la perspectiva, este reportaje también recoge datos de la cadena alemana Deutsche Welle, que citó a Politico como fuente primaria al informar sobre la inminente salida del magnate de su rol gubernamental.

Un sudafricano llamado Elon Musk

Elon Musk, en su papel dentro de la administración Trump, se encargaba de una suerte de cruzada libertaria: reducir el tamaño del gobierno, eliminar regulaciones y desmantelar agencias que consideraba obsoletas. Su presencia en el gabinete, sin embargo, no obedecía a una elección democrática ni a una evaluación técnica, sino al aprecio que Trump sentía por su celebridad y fortuna. En efecto, el fundador de SpaceX y Tesla no solo fue uno de los mayores donantes de la campaña republicana de 2024 —aportando más de 300 millones de dólares—, sino que se convirtió en el rostro visible de un gobierno que pretendía gestionar el país como una startup con sede en Marte. Esta fusión entre política y show business terminó siendo tan extravagante como ineficiente, y los resultados comenzaron a ser evidentes tras las elecciones de Wisconsin.

El mismo hombre que prometía llevar la eficiencia de Silicon Valley al corazón del poder estadounidense, sale ahora por la puerta de atrás mientras la Bolsa rebota y su empresa estrella, Tesla, celebra con un alza del 5 %, como si su partida del gobierno fuera una bendición. Ilustración MidJourney

Las declaraciones del propio Trump son una mezcla de halago y desmarque: “Es increíble”, dijo sobre Musk, pero agregó casi con alivio: “También creo que tiene una gran empresa que dirigir. En algún momento volverá. Quiere hacerlo”. Es un adiós sin dramatismo, pero cargado de intención. Trump entiende que mantener a Musk demasiado tiempo en la Casa Blanca es como tener una bomba de tiempo con WiFi. El presidente valora su popularidad entre la base MAGA, sí, pero no está dispuesto a sacrificar su viabilidad política general por la sombra que proyecta su colaborador estrella. La derrota republicana en Wisconsin fue el punto de quiebre. El intento de Musk por imponer a un juez conservador no solo fracasó, sino que disparó el entusiasmo demócrata y movilizó un electorado que, en otras circunstancias, habría permanecido indiferente.

Un arrogante con motosierra prestada

Elon Musk no supo leer el mapa político estadounidense más allá de sus propias ambiciones. Su arrogancia lo llevó a sostener una motosierra sobre su cabeza en uno de sus mítines, símbolo perfecto de su enfoque radical para reducir el aparato estatal. Esa imagen fue oro para los estrategas demócratas, quienes la convirtieron en un ícono del extremismo disfrazado de reforma. Pero más allá de las imágenes, los datos también condenan su rol: según una encuesta de la Facultad de Derecho de Marquette, apenas el 41 % de los votantes en Wisconsin tenía una opinión positiva de él. Entre los demócratas, la cifra se hundía hasta el 3 %. Incluso entre los independientes, más de la mitad lo rechazaba. Su fama de innovador no fue suficiente para contrarrestar la percepción de que su gestión pública era un experimento distópico sin supervisión.

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En el entorno empresarial, sin embargo, su salida fue recibida como una buena noticia. Las acciones de Tesla, que habían caído tras un reporte de ventas decepcionante, subieron inmediatamente después de conocerse su renuncia inminente al gobierno. La lectura fue clara: menos política, más ingeniería. Musk siempre ha sido un empresario de extremos, y su incursión en el poder solo exacerbó esa dualidad. En su intento por aplicar lógicas privadas al sector público, terminó desdibujando los límites de la responsabilidad. Desde sabotajes a sus fábricas hasta protestas frente a las oficinas gubernamentales, su gestión estuvo marcada por el caos más que por el orden.

El daño ya está hecho

Elon Musk ha intentado, en los últimos días, suavizar su imagen. Ha dado entrevistas a medios afines, ha moderado su discurso y ha intentado desvincular sus errores de las decisiones del gobierno. Pero el daño ya está hecho. No es lo mismo ser un genio excéntrico desde la torre de Tesla que desde el Despacho Oval. El poder político exige un tipo de mesura que Musk, con su afición al caos controlado y a la exposición constante, simplemente no pudo asumir. Ni sus logros espaciales ni su fortuna lo blindaron del desgaste que implica ser una figura pública con responsabilidad institucional.

El carácter polarizador de Elon Musk ha sido una constante a lo largo de su carrera, pero en la política alcanzó niveles insostenibles. Mientras sectores conservadores lo veneran como un visionario que encarna la libertad frente al Estado, otros lo ven como un millonario caprichoso jugando a ser estadista. En privado, varios miembros del Partido Republicano reconocen que su presencia puede hacer más daño que bien en las elecciones de medio término. Sus ataques a la Seguridad Social, sus críticas a los empleados federales y su postura frente a las agencias de control han erosionado la ya frágil coalición republicana.

La figura que alguna vez fue celebrada como el salvador tecnocrático de la administración republicana, hoy parece ser más un símbolo de desgaste que de modernización. Y así, como un bufón que dejó de hacer reír, Elon Musk es invitado a bajarse del escenario. Ilustración MidJourney.

¿Excesos?: ¿Musk o Trump?

Para muchos, este episodio no es más que otro capítulo en la saga de un hombre que ha hecho del exceso una forma de vida. Pero para el país, representa un momento clave en la relación entre riqueza, poder e influencia. La era del millonario en la Oficina Oval, aunque breve, deja una advertencia clara: no todo lo que brilla en Wall Street puede brillar en Washington. Y mientras Musk regresa a sus cohetes, sus autos eléctricos y sus tuits crípticos, el gobierno de Trump busca cómo reconfigurar su narrativa sin el bufón que robaba la escena en cada acto.

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Elon Musk, en efecto, se marcha. No por falta de poder, sino por exceso de protagonismo. Su presencia en la administración fue un experimento con fecha de caducidad, y aunque dejó huella, también dejó una factura. Una que pagarán los votantes, los partidos y, en última instancia, la historia. Porque no basta con tener ideas audaces ni recursos infinitos. En la política, como en la comedia, el tiempo lo es todo. Y para Musk, ese tiempo se agotó.

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