La administración Trump ha cruzado una línea crítica que pone en entredicho los principios fundamentales de la democracia estadounidense: el respeto al debido proceso y al Estado de derecho. A través de una serie de maniobras legales y políticas que buscan deshacerse de los indeseables, ha instaurado una peligrosa narrativa en la que la discrecionalidad del poder ejecutivo se impone por encima de la Constitución. Bajo la bandera de la seguridad nacional y el control migratorio, cientos de personas han sido detenidas y deportadas sin el más mínimo respeto por sus derechos legales, exhibiendo una tendencia autoritaria que recuerda a capítulos oscuros de la historia de esa nación. El país que se ufana de ser un faro de libertades ha optado por un camino sombrío, donde el rostro del “enemigo” es suficiente para justificar su desaparición del territorio nacional.
La advertencia no proviene de un comentarista alarmista ni de una organización radical, sino de David Leopold, abogado de inmigración con sede en Cleveland, ex presidente y consejero general de la Asociación Estadounidense de Abogados de Inmigración, quien recientemente publicó en The Washington Post el artículo titulado: “La purga de inmigrantes de Trump es parte de una agenda más amplia”. En él denuncia con precisión quirúrgica cómo la administración Trump utiliza teorías legales obsoletas y mecanismos de excepción para despojar a inmigrantes de su derecho al debido proceso, exponiendo una amenaza sistémica que podría afectar a todos los ciudadanos, más allá de su estatus migratorio.
Objetivo: deshacerse de los indeseables
En su análisis, Leopold advierte que, para deshacerse de los indeseables, el gobierno ha recurrido a leyes de la era de la guerra, como la Ley de Enemigos Extranjeros de 1798, que permite la detención y deportación de ciudadanos de naciones “enemigas” sin juicio ni jurado. Aunque esta legislación cayó en desuso después de la Segunda Guerra Mundial, cuando fue utilizada para internar a más de 120.000 ciudadanos y residentes de origen japonés, la administración actual la desempolva para justificar la expulsión de presuntos pandilleros venezolanos, a pesar de que Estados Unidos no se encuentra en guerra con Venezuela. La jugada es clara: declarar al “otro” como enemigo, para suspender las garantías constitucionales en su contra.

El resultado ha sido una serie de deportaciones masivas que han eludido el sistema judicial, ignorando incluso órdenes expresas de jueces federales como James E. Boasberg, quien intentó frenar la expulsión de venezolanos hacia El Salvador. Pero la administración, lejos de acatar la ley, ha redoblado su desafío. Donald Trump ha pedido el juicio político del propio juez Boasberg, y miembros del gabinete han invocado el privilegio del secreto de Estado para evitar responder a sus interrogantes. Las implicaciones de este acto de rebeldía institucional son profundas: si el Poder Ejecutivo puede desconocer al Judicial sin consecuencias, se establece un precedente devastador para el equilibrio de poderes.
Hollywoodesca limpieza social
En nombre del afán por deshacerse de los indeseables, el gobierno ha escenificado una grotesca puesta en escena. Equipos de filmación acompañaron a los deportados hasta la prisión de máxima seguridad CECOT en El Salvador, donde fueron grabados y exhibidos como trofeos de una operación de limpieza social. La secretaria de Seguridad Nacional, Krisi L. Noem, incluso viajó para posar frente a las cámaras en un gesto más propio de un régimen autoritario que de una democracia. La falta de pruebas, la negativa a divulgar los nombres de los deportados, y la evidente vulneración de los procesos judiciales, hacen de esta operación una farsa que pisotea el principio básico de la presunción de inocencia.
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El desprecio por la legalidad no se limita a los supuestos pandilleros. La administración también ha invocado leyes de la Guerra Fría para detener a activistas estudiantiles sin cargos ni juicio. Rumeysa Ozturk, becaria Fulbright de nacionalidad turca y estudiante de la Universidad de Tufts, fue arrestada violentamente por agentes enmascarados y trasladada a una prisión del ICE en Luisiana, pese a no tener antecedentes penales. Su detención fue ordenada por el secretario de Estado Marco Rubio, quien alegó que su presencia en el país representaba un riesgo para la política exterior. Según la ley en la que se ampara, su decisión no requiere justificación ni está sujeta a revisión judicial. La discrecionalidad ha sustituido al debate y al debido proceso.
Identificar enemigos ideológicos y suprimirlos
En ese marco, deshacerse de los indeseables se convierte en una consigna que permite a la administración identificar enemigos ideológicos y suprimirlos sin rendir cuentas. Estudiantes como Mahmoud Khalil, activista palestino que lideró protestas en la Universidad de Columbia contra la guerra en Gaza, han sido blanco de medidas similares. Aunque existen leyes que castigan vínculos con organizaciones terroristas, éstas al menos prevén un proceso legal. Pero en esta nueva doctrina ejecutiva, la sospecha basta para justificar la expulsión. El resultado es un Estado que legisla sobre la marcha, que administra justicia a la carta, y que convierte el desacuerdo político en una causa de destierro.
La arremetida ha sido tan feroz que incluso la jueza Patricia Millett, del Tribunal de Apelaciones del Distrito de Columbia, se vio obligada a señalar la ironía histórica: los nazis en Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial recibieron un mejor trato bajo la misma Ley de Enemigos Extranjeros que los supuestos pandilleros venezolanos hoy. Esta comparación desnuda la gravedad del retroceso jurídico al que asistimos. La ley, en su más elemental definición, deja de ser un marco neutral para convertirse en un arma al servicio del poder.

“No me importa lo que piensen los jueces”
Para deshacerse de los indeseables, Trump y su equipo han lanzado un mensaje sin ambigüedades. En Fox News, Tom Homan, zar fronterizo de la administración, lo dejó claro: “No me importa lo que piensen los jueces. No me importa lo que piense la izquierda. Vamos”. Es la verbalización explícita de una estrategia que renuncia al consenso y a las reglas compartidas. El desprecio por la justicia se convierte en política de Estado, y el miedo, en herramienta de control. En lugar de promover una reforma migratoria coherente, el gobierno se refugia en mecanismos de excepción para imponer una visión excluyente y xenófoba del país.
Este no es solo un problema de inmigración. Es un ataque al corazón de la democracia estadounidense. Si hoy se puede detener y deportar sin juicio a un extranjero, mañana puede aplicarse la misma lógica a un ciudadano incómodo. Las fronteras del autoritarismo no se detienen donde termina la nacionalidad. Lo que está en juego es la integridad del sistema judicial, la legitimidad de los contrapesos institucionales y el respeto por las libertades individuales.
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Una sociedad de cómplices
Es imperativo preguntarse: ¿qué ocurre cuando alguien simplemente no está de acuerdo con el presidente? ¿Qué ocurre cuando un error burocrático convierte a un ciudadano estadounidense en un deportado sin nombre? La respuesta está en el silencio inquietante con el que se ejecutan estas decisiones. Mientras se mantiene a la opinión pública ocupada con imágenes sensacionalistas y discursos de odio, se disuelve la arquitectura constitucional que protegía a todos, sin importar su origen.
Al final, deshacerse de los indeseables no es más que un eufemismo para justificar la eliminación de todo aquello que incomoda al poder. La historia ha demostrado que los regímenes que empiezan negando derechos a los más vulnerables, terminan arrebatándolos a todos. El Estado de derecho no puede ser suspendido por conveniencia ni reinterpretado a voluntad. Defenderlo hoy es una urgencia moral, no solo por los inmigrantes atrapados en esta red de arbitrariedad, sino por el futuro de una nación que aún se atreve a llamarse libre.