Migraste. Saliste de tu país con lo puesto, o quizá con una maleta cargada de esperanzas y un puñado de documentos arrugados. Te abriste paso por carreteras, mares y fronteras, huyendo de la guerra, el hambre, la persecución o el simple deseo de sobrevivir dignamente. Te recibieron con vallas, con protocolos, con promesas ambiguas, pero también con etiquetas. Y de inmediato pasaste a ser útil y sospechoso a la vez. Te necesitaban, sí, para limpiar baños, construir edificios, cosechar campos, cuidar ancianos. Para ser su mano de obra barata. Pero también para servir de chivo expiatorio, para cargar con la culpa de todo lo que no funciona en sus sistemas: desde el desempleo hasta la inseguridad, pasando por la saturación de servicios públicos.
Así lo denuncia el escritor venezolano Luis Britto García, quien en su ensayo titulado “Migrar no es un delito”, publicado en el portal político venezolano Aporrea, pone el dedo en la llaga de una realidad sistemáticamente ignorada. Britto, Premio Nacional de Literatura, autor de más de 90 títulos y colaborador habitual en medios críticos del statu quo, argumenta con precisión quirúrgica que migrar no solo no constituye un crimen, sino que se ha convertido en consecuencia inevitable de un mundo intervenido, devastado y manipulado por potencias coloniales y corporaciones transnacionales. A partir de datos de la ONU, la OIM y estudios como el Military Intervention Project, revela cómo el Norte global siembra caos y cosecha migrantes, los mismos a los que luego trata como amenazas.
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Inmigrante: mano de obra barata
La lógica es perversa pero efectiva: primero desmantelan los países desde adentro o desde afuera —mediante guerras, bloqueos, sabotajes económicos o golpes de Estado— y luego recogen a los escombros humanos que logran escapar. A esos escombros les ofrecen lo justo para sobrevivir, a cambio de obediencia y silencio. Se convierten en fuerza de trabajo invisible, dócil, desechable. Mano de obra barata. Así lo confirma el dato de que en 2020 había más de 281 millones de migrantes en el mundo, un 3,5% de la población total, según la División de Población de la ONU. Y sin embargo, en lugar de ser reconocidos como víctimas del desarraigo inducido, son criminalizados, excluidos o instrumentalizados según convenga al discurso político del momento.
La criminalización va más allá de la retórica. En muchos países receptores, especialmente en Estados Unidos, las deportaciones masivas se ejecutan sin el debido proceso legal. Britto denuncia que las medidas contra migrantes venezolanos, por ejemplo, no se basan en sentencias firmes emitidas por tribunales competentes, sino en órdenes administrativas caprichosas que violan incluso la Constitución estadounidense. Así ocurrió con el intento de revocar el Estatuto de Protección Transitoria (TPS) para venezolanos, frenado solo por la intervención del juez Edward Chen en California, quien la calificó de “discriminatoria”. Mientras tanto, los migrantes son detenidos arbitrariamente, separados de sus familias y confinados en centros de detención que poco difieren de cárceles, sin haber cometido otro delito que haber buscado un lugar donde trabajar y vivir.
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Trabajos que ellos no desean
Pero ahí están, sosteniendo economías que los desprecian. Las cifras son claras. La mayoría de los migrantes ocupan puestos de trabajo que los ciudadanos del país receptor no desean, bajo condiciones muchas veces indignas, sin beneficios laborales ni derechos garantizados. Son explotados en campos agrícolas, fábricas, restaurantes y hospitales. Y aun así, son acusados de quitar empleos, saturar servicios y “no integrarse”. La contradicción es brutal: se espera que contribuyan a la economía como mano de obra barata, pero se les niega el reconocimiento como ciudadanos. Su identidad es utilitaria, no humana.
En ese escenario, la sospecha se convierte en política de Estado. No importa si tienes papeles, si pagas impuestos, si nunca cometiste un delito. El migrante siempre es un posible enemigo. La Ley de Enemigos Extranjeros de 1786, rescatada por gobiernos como el de Donald Trump, permite deportaciones en masa sin juicio previo, incluso cuando no existe un estado de guerra. Se trata de una figura obsoleta, que ignora siglos de avances en derechos humanos y principios de justicia. Pero sirve para justificar redadas, separaciones familiares y traslados forzados. Todo esto, mientras se sigue beneficiando del trabajo invisible de quienes lo sufren. Mano de obra barata, siempre.

Muertes en tránsito
Algunos incluso no logran ni siquiera llegar. Según la OIM, desde 2014 hasta 2020 más de 63.000 migrantes murieron en tránsito. El Mediterráneo se ha convertido en una tumba líquida con 22.871 cadáveres, mientras la frontera entre México y Estados Unidos ostenta el título de la más mortal del planeta. Cada cuerpo sin vida es un testimonio del fracaso de un modelo que empuja al éxodo y luego cierra sus puertas. Aun así, las rutas se multiplican y se vuelven más peligrosas. Los coyotes, las mafias de tráfico de personas y los centros de detención extraterritoriales —como el CECOT en El Salvador— alimentan un sistema de castigo y control en el que el migrante es el último eslabón, siempre culpable, siempre prescindible.
A esta estructura global de exclusión se suma el sistema penitenciario estadounidense, que encarcela de manera desproporcionada a afrodescendientes e hispanos. Con solo el 5% de la población mundial, Estados Unidos concentra el 25% de los presos del planeta. De los 2.3 millones de personas privadas de libertad, el 76% realiza trabajos forzados. Esta forma moderna de esclavitud genera más de 11.000 millones de dólares al año. Los latinos representan casi el 20% de esa población carcelaria, pese a ser solo el 18% de la población general. No es difícil imaginar cuántos de ellos son migrantes o hijos de migrantes, etiquetados como delincuentes desde el momento en que cruzaron la frontera. Siembra racismo, cosecharás desigualdad. Y también más mano de obra barata.
Ultrajados y demonizados
Las historias detrás de estas cifras son tan dolorosas como recurrentes. Familias separadas, niños nacidos en detención, mujeres víctimas de abuso sexual en centros de reclusión, trabajadores explotados sin posibilidad de reclamar. Todos esos relatos alimentan un sistema económico y mediático que, al tiempo que consume su esfuerzo, los demoniza. Se les llama ilegales, invasores, parásitos. Se olvida que en la mayoría de los casos fueron obligados a salir por razones que trascienden lo individual. Porque, como recuerda Britto, “migrante es todo aquel que vive o intenta establecerse fuera de su país de origen”. Y esa definición abarca desde quienes escapan de la guerra hasta los que huyen del hambre, del desempleo, del miedo.
No se trata de romantizar la migración, sino de comprenderla. No es un capricho, ni un privilegio, ni un atentado a la identidad nacional. Es una respuesta a un orden mundial desigual, moldeado por siglos de colonialismo, intervenciones militares, expolio económico y manipulación geopolítica. Es la consecuencia directa de decisiones tomadas en palacios, cuarteles, salas de bolsa y gabinetes, muy lejos de las casas destruidas, los cuerpos flotando y los pies descalzos que cruzan desiertos. Y, sin embargo, esos mismos migrantes terminan siendo la base de muchas economías desarrolladas. Porque donde hay necesidad, hay explotación. Y donde hay explotación, siempre hay alguien dispuesto a ofrecer mano de obra barata.
¿Migraste? Entonces eres sospechoso. No importa tu historia, tu esfuerzo, tu humanidad. En el juego político global, vales menos que un papel de residencia. Pero eso sí, gracias por tu servicio. Gracias por sostener trabajos que nadie quiere, por limpiar sus ciudades, por cuidar a sus viejos, por alimentar a sus niños. Gracias por tu mano de obra barata.