El discurso de Donald Trump ante el Congreso el 4 de marzo de 2025 dejó en evidencia una realidad que muchos temían desde hace años: la transformación del poder presidencial en una fuerza unilateral, casi regia. En apenas seis semanas de su segundo mandato, Trump se presentó como el gran restaurador de valores tradicionales, reivindicando la “libertad de expresión”, reafirmando la existencia de solo dos sexos y hasta rebautizando montañas y cuerpos de agua a su antojo. Su retórica no solo resonó con sus seguidores, sino que dejó en clara su visión de la presidencia como un espacio de autoridad indiscutible. La presidencia imperial de Trump ha reavivado los temores históricos de que el poder ejecutivo en Estados Unidos pueda desbordar sus límites constitucionales, convirtiéndose en un vehículo de concentración de poder sin precedentes en la historia republicana del país.
Mauricio Valsania, profesor de Historia Americana en la Università di Torino y autor de varios libros sobre Thomas Jefferson, ha analizado este fenómeno con detenimiento. En su reciente artículo publicado en The Conversation , titulado: “Trump es el presidente regio que muchos temían cuando discutían sobre la Constitución de Estados Unidos en 1789, y su discurso ante el Congreso lo demostró”, Valsania expone cómo los padres fundadores del país ya anticipaban los riesgos de un poder presidencial descontrolado. Según el académico, las afirmaciones grandilocuentes de Trump durante su discurso evidencian una inclinación hacia una interpretación maximalista del poder ejecutivo, muy alejada del equilibrio de poderes que debía regir la democracia estadounidense.
La presidencia imperial de Trump
Los temores sobre la concentración de poder en la figura del presidente no son recientes. Desde la redacción de la Constitución en 1787, los ciudadanos y líderes políticos de la naciente república expresaron su preocupación sobre el peligro de un líder con poderes cuasi monárquicos. La presidencia imperial de Trump parece materializar estos miedos, situando al presidente en una posición de supremacía sobre los demás poderes del Estado. Su insistencia en que puede hacer “lo que quiera como presidente” refuerza la idea de que los límites tradicionales al ejecutivo han sido erosionados por una combinación de factores: el debilitamiento de los contrapesos institucionales, la radicalización del electorado y una estructura de poder diseñada para concentrar la autoridad en el comandante en jefe.

Los manifestantes que se congregaron frente al Capitolio el día del discurso de Trump reflejaban una resistencia ciudadana a esta transformación del poder presidencial. Uno de los carteles que portaban los manifestantes advertía: “Nosotros, el pueblo, no queremos falsos reyes en nuestra casa”. Esta frase recuerda las advertencias de figuras históricas como John Adams, quien en su momento expresó su inquietud por los vestigios de la monarquía británica que podían filtrarse en el nuevo gobierno republicano. Sin embargo, la realidad es que la presidencia imperial de Trump ha logrado convertir la figura presidencial en un ente prácticamente incuestionable, capaz de ejercer el poder de manera vertical y sin una oposición efectiva que lo frene.
El Comandante en Jefe
Uno de los pilares que han permitido la expansión del poder presidencial es el rol de comandante en jefe que la Constitución otorga al presidente. Si bien el artículo 2 del documento no le concede autoridad ilimitada, sí lo coloca como el líder supremo de las fuerzas armadas, lo que en la práctica le otorga un monopolio del uso de la fuerza. Esta estructura ha permitido que mandatarios como Trump refuercen su imagen de líder absoluto, capaz de imponer su voluntad a través del aparato estatal. La presidencia imperial de Trump se apoya en este principio, proyectando una visión de gobierno donde la voz del presidente se impone sobre cualquier otro mecanismo de deliberación democrática.
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Desde una perspectiva histórica, este fenómeno no es inédito. En 1788, un crítico anónimo conocido como “Philadelphiensis” alertó que, si el presidente decidía imponer la ley marcial, los ciudadanos libres pasarían a ser súbditos de un “rey militar”. En su momento, esta advertencia parecía una exageración, pero hoy cobra relevancia en un contexto donde el presidente afirma tener la autoridad para modificar unilateralmente las normas fundamentales del país. La fragilidad del poder democrático en este escenario se hace evidente cuando se observa la falta de mecanismos efectivos para contrarrestar la expansión presidencial.
El poder de los indultos
Otro elemento preocupante es la facultad del presidente para conceder indultos, incluso a individuos culpables de traición. En 1787, el fiscal general de Maryland, Luther Martin, advirtió sobre los riesgos de que un mandatario utilizara este poder para proteger a sus aliados políticos. La historia ha demostrado que este temor era válido, especialmente en administraciones donde el presidente ha utilizado el perdón como un arma política. En la presidencia imperial de Trump, este poder podría convertirse en un mecanismo de impunidad, consolidando aún más su dominio sobre el sistema político.
Los fundadores de la república estadounidense creían que la sabiduría del pueblo sería suficiente para evitar la elección de líderes peligrosos. John Dickinson planteó la pregunta: “¿Un pueblo virtuoso y sensato elegiría a villanos o tontos como oficiales?”. Sin embargo, esta confianza en el ciudadano juicio parece haber sido socavada por la polarización extrema y la desinformación. La realidad es que la presidencia imperial de Trump ha prosperado en un contexto donde la lealtad política pesa más que la institucionalidad, y donde las narrativas populistas han debilitado el compromiso con los principios democráticos.

Alexander Hamilton y James Madison
En los Federalist Papers, Alexander Hamilton y James Madison insistieron en que el sistema de controles y equilibrios protegería a la república de un liderazgo autocrático. No obstante, la historia reciente demuestra que estos límites pueden ser erosionados cuando un líder carismático y populista encuentra las herramientas adecuadas para expandir su poder. La presidencia imperial de Trump es un recordatorio de que la democracia no es un sistema inmune a la erosión institucional. La acumulación de poder en el ejecutivo, el debilitamiento de los frenos constitucionales y la creciente aceptación del autoritarismo han puesto en jaque la esencia misma del gobierno republicano.
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John Adams afirmó que Estados Unidos debía ser “un gobierno de leyes, y no de hombres”. Sin embargo, la realidad demuestra que las instituciones son tan fuertes como la voluntad del pueblo para defenderlas. La fragilidad del poder democrático ante el avance de un liderazgo autoritario no es una simple advertencia histórica, sino un problema tangible que afecta el presente y el futuro del país. La presidencia imperial de Trump no es solo una anomalía en el sistema estadounidense, sino una prueba de hasta qué punto las instituciones pueden ceder ante la presión de un liderazgo que desafía los límites de la democracia.