Durante años, Estados Unidos ha sostenido que la democracia es su principio rector, pero ¿es la democracia suficiente para garantizar un sistema realmente justo y equitativo? A medida que el país se enfrenta a desafíos de desigualdad y disparidad económica, surge una pregunta fundamental: ¿no debería la democracia también incorporar la meritocracia en la sociedad? Esta idea sugiere que las oportunidades y los méritos deben ser el eje central para el progreso social, permitiendo a los más talentosos y capaces ascender, sin importar su origen socioeconómico. La reciente irrupción de Kamala Harris y Tim Walz en la política nacional ha reavivado el debate sobre cómo crear un entorno más inclusivo, que permita a quienes no tienen títulos de la Ivy League, o acceder a las élites del poder, asumir roles de liderazgo en el país.
Teri A. McMurtry-Chubb, profesora de derecho en la Universidad de Illinois en Chicago y becaria Public Voices del OpEd Project, ha abordado este tema en un artículo de opinión publicado en The Hill, titulado: “Estados Unidos necesita una Casa Blanca de clase trabajadora”. McMurtry-Chubb analiza cómo el sistema de poder estadounidense está sesgado a favor de quienes poseen títulos de universidades prestigiosas, excluyendo a aquellos provenientes de instituciones menos conocidas. Utiliza como ejemplo la experiencia de Barack Obama, quien, a pesar de ser afroamericano, fue capaz de alcanzar la presidencia debido a su educación en Harvard. Pero, ¿qué pasaría si no hubiera asistido a esa universidad? Su camino hacia la Casa Blanca podría haber sido muy diferente, y quizás su candidatura ni siquiera habría sido tomada en serio. La reflexión de McMurtry-Chubb resalta la urgencia de que el sistema político estadounidense integre mejor la meritocracia en la sociedad, reconociendo los logros de aquellos que vienen de contextos menos favorecidos.
Política de meritocracia en la sociedad
La realidad actual muestra que muchos de los puestos de poder en el gobierno y en el sector privado están ocupados por personas con una educación elitista. Esta tendencia ha creado una brecha significativa entre las aspiraciones de la clase media y las oportunidades reales de participación. Un presidente como Harris, que se formó en universidades históricamente negras y estatales, podría enviar un mensaje claro a todos aquellos que luchan por destacar, pero que no cuentan con la bendición de un título de la Ivy League. Sin embargo, la falta de representación en espacios de toma de decisiones sugiere que no basta con una democracia inclusiva: se necesita una meritocracia en la sociedad que premie la capacidad y el esfuerzo por encima de las credenciales.

El problema se intensifica cuando observamos cómo las grandes firmas y las organizaciones de interés público seleccionan a sus empleados. McMurtry-Chubb señala que, a pesar de tener estudiantes brillantes y altamente motivados en sus aulas, muchos de ellos serán excluidos de las pasantías más prestigiosas simplemente porque no estudian en las facultades de derecho de Harvard, Yale o similares. Esto crea un ciclo vicioso donde el éxito no se mide solo por el talento o el esfuerzo, sino por la etiqueta educativa que se lleva como un pasaporte al éxito. Implementar una meritocracia en la sociedad podría ser la clave para romper esta dinámica, permitiendo que aquellos con verdadera aptitud tengan la oportunidad de demostrar su valía, independientemente de la universidad en la que se formaron.
El gobierno espejo de la nación
Por otra parte, la configuración del gabinete presidencial en Estados Unidos revela un patrón similar. Casi la mitad de los miembros negros del gabinete han asistido a universidades de élite para obtener al menos uno de sus títulos. Esto refuerza la percepción de que solo quienes pasan por estas instituciones son aptos para liderar en el gobierno. La diversidad educativa en el liderazgo del país no solo es limitada, sino que también es sintomática de un problema estructural más profundo. La posibilidad de contar con líderes que provienen de la clase trabajadora no debería ser vista como un símbolo de diversidad superficial, sino como un reflejo de una meritocracia en la sociedad que esté en sintonía con las realidades y necesidades de todos los ciudadanos.
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Algunos críticos argumentan que el sistema actual premia a quienes demuestran un compromiso excepcional con la excelencia académica. No obstante, esa perspectiva ignora cómo la meritocracia educativa puede excluir a aquellos que, por razones financieras o sociales, no pueden acceder a estas instituciones. La educación, al fin y al cabo, no debería ser una barrera, sino una vía de superación. Si las empresas y las entidades gubernamentales se enfocaran más en el talento que en las credenciales, el panorama cambiaría radicalmente. Una verdadera meritocracia en la sociedad significaría abrir las puertas a todos los sectores, eliminando el estigma que rodea a las instituciones educativas menos prestigiosas y celebrando el mérito de una manera más inclusiva.
Harris y Walz: el punto de inflexión
En este contexto, la figura de Harris y su trayectoria educativa representan un punto de inflexión. Su elección como candidato a vicepresidente ha suscitado un debate sobre qué significa el éxito en el ámbito político y cómo debería valorarse. La combinación de Harris y Walz en la carrera presidencial ha confrontado el status quo de manera inesperada, ya que ninguno de los dos proviene de la élite tradicional. Walz, por ejemplo, es un exentrenador de fútbol con un perfil que difícilmente se ajustaría a las expectativas de liderazgo basadas en la educación de élite. Si la fórmula tiene éxito, podría sentar un precedente y redefinir la manera en que se entiende la meritocracia en la política estadounidense.
Sin embargo, la integración de la meritocracia en la sociedad no debe limitarse a la política. Debe permear todas las esferas del ámbito público y privado, impulsando una evaluación más justa de los méritos individuales. De lo contrario, se corre el riesgo de seguir alimentando un sistema de castas no oficial, donde el valor de una persona se mide por su pedigrí académico y no por sus habilidades y contribuciones. Esto no solo restringe las oportunidades, sino que también perpetúa una percepción de desigualdad y exclusión que puede erosionar la confianza en las instituciones democráticas.

El país de la falacia
Estados Unidos se enorgullece de ser una tierra de oportunidades, pero para que esa afirmación sea cierta, las puertas deben estar abiertas para todos, no solo para unos pocos. La inclusión de la meritocracia en la sociedad es un paso necesario para garantizar que el país realmente se sostenga sobre los principios de equidad y justicia. Las futuras generaciones deben poder aspirar a cualquier posición de liderazgo, sin sentir que están destinados a quedarse fuera simplemente porque no cumplen con el perfil tradicional.
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En última instancia, la idea de integrar la meritocracia en la sociedad no se trata de eliminar el valor de la educación o de denigrar las instituciones de élite. Más bien, se trata de expandir el concepto de éxito, permitiendo que quienes tienen talento y determinación lleguen a la cima, sin importar su origen. Es hora de que la democracia estadounidense evolucione y abrace una meritocracia inclusiva, donde todos los ciudadanos puedan ver reflejadas sus aspiraciones en la estructura de poder del país. Esta es la única forma en que Estados Unidos podrá mantener su promesa de ser una nación verdaderamente democrática y justa.