Irak, Afganistán, Ucrania: En la guerra se sabe cómo se empieza, pero no cómo se acaba

La guerra, en sus múltiples facetas y consecuencias, ha delineado la historia de la humanidad no solo a través de los contornos geográficos redefinidos y las naciones forjadas a fuego y sangre, sino también en la memoria colectiva de las sociedades que han sido testigos y, a menudo, víctimas de sus devastadores efectos. Este reportaje, basado en el análisis crítico y la reflexión profunda del catedrático Ignacio Sánchez-Cuenca Rodríguez, intenta explorar los intrincados laberintos de la guerra moderna, donde la incertidumbre, la asimetría informativa y la moralidad ambigua juegan roles protagónicos. Sánchez-Cuenca, quien se desempeña como profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid y contribuye regularmente con su aguda perspectiva en EL PAÍS, nos ofrece en su último trabajo editorial «Las malas razones del belicismo» una visión lúcida sobre las complejidades y paradojas que enfrenta la política internacional en tiempos de conflicto.

La guerra, desde la invasión de Irak hasta el reciente estallido en Ucrania, pasando por el prolongado conflicto en Afganistán, se ha convertido en un escenario donde las expectativas raramente se alinean con los resultados. Las intervenciones militares, emprendidas bajo la bandera de nobles ideales o en respuesta a agresiones inaceptables, a menudo desembocan en realidades imprevistas y consecuencias a largo plazo que desafían los objetivos originales. En Afganistán, por ejemplo, lo que comenzó como una misión para desmantelar al régimen talibán y erradicar a Al Qaeda mutó en un conflicto interminable que finaizó con una retirada caótica de las fuerzas estadounidenses, dejando el país en una situación posiblemente peor a la preexistente.

La guerra de la información

Es interesante la observación que alude a la guerra, que se revela como un fenómeno donde la información juega un papel crítico, pero también engañoso. La asimetría informativa entre gobiernos y ciudadanía crea un terreno fértil para la manipulación, donde la verdad se convierte en una víctima más del conflicto. Las afirmaciones sobre armas de destrucción masiva en Irak, que justificaron una de las invasiones más controvertidas del siglo XXI, sirven como recordatorio sombrío de cómo la desinformación puede moldear la política internacional y sus devastadoras consecuencias.

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La guerra, desde la invasión de Irak hasta el reciente estallido en Ucrania, pasando por el prolongado conflicto en Afganistán, se ha convertido en un escenario donde las expectativas raramente se alinean con los resultados. Ilustración MidJourney

La guerra, por lo tanto, no solo se libra en los campos de batalla, sino también en los ámbitos de la percepción pública y la opinión internacional. La capacidad de los gobiernos para influir en su población y en la comunidad internacional, utilizando a veces información privilegiada o distorsionada, plantea serias preguntas sobre la democracia y el control civil sobre las decisiones de política exterior. Este aspecto se vuelve aún más crítico en contextos donde las decisiones se toman bajo el manto de la urgencia y la supuesta inminencia de amenazas.

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La acción como un dilema moral

Además, la guerra nos confronta con el dilema moral de actuar o no actuar. La invocación de principios morales para justificar intervenciones militares a menudo encubre intereses geopolíticos o económicos, generando un escepticismo creciente entre los ciudadanos globales. La selectividad en la aplicación de estos principios morales, donde algunos conflictos son ignorados mientras otros son destacados, erosiona aún más la credibilidad de las justificaciones ofrecidas por los líderes mundiales.

En el escenario de Ucrania, las voces que advierten sobre los riesgos de una escalada militar y la necesidad de explorar soluciones diplomáticas resuenan con un eco de urgencia, recordándonos las lecciones aprendidas de Irak y Afganistán. La guerra, con su inherente incertidumbre y sus costos humanos, económicos y políticos impredecibles, exige un escrutinio riguroso y una consideración cuidadosa antes de emprender acciones que puedan tener consecuencias irreversibles. En este contexto, la opinión pública juega un papel fundamental, no solo como receptor pasivo de decisiones políticas, sino como una fuerza activa que puede y debe exigir transparencia, rendición de cuentas y, sobre todo, esfuerzos serios hacia la paz y la estabilidad.

Violencia no cura conflictos

La guerra, en su esencia, desafía nuestra comprensión de la justicia, la moralidad y la eficacia de la violencia como medio para resolver conflictos. El análisis de Sánchez-Cuenca pone de relieve cómo las acciones militares, lejos de ser soluciones definitivas, a menudo abren la puerta a ciclos de violencia, inestabilidad y sufrimiento. La historia reciente nos enseña que, si bien los objetivos de una intervención pueden estar claros, sus resultados rara vez lo están. La complejidad de las relaciones internacionales, marcada por la incertidumbre y los juegos de poder, convierte a la guerra en una apuesta peligrosa, donde las consecuencias a largo plazo son difíciles de prever y, a menudo, escapan al control de quienes la inician.

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La complejidad de las relaciones internacionales, marcada por la incertidumbre y los juegos de poder, convierte a la guerra en una apuesta peligrosa, donde las consecuencias a largo plazo son difíciles de prever y, a menudo, escapan al control de quienes la inician. Ilustración MidJourney.

Además, la guerra pone de manifiesto la tensión entre los ideales democráticos y la realidad de la política internacional. La decisión de ir a la guerra, aunque tomada en nombre de la seguridad nacional o de la defensa de valores democráticos, puede tener profundas implicaciones para la democracia misma. La participación ciudadana, un pilar de las sociedades democráticas, se ve limitada por la naturaleza opaca de la toma de decisiones en asuntos de política exterior y defensa. Este desequilibrio entre la necesidad de seguridad y los principios democráticos exige un debate continuo y crítico sobre cómo las democracias deciden ir a la guerra.

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La guerra, en última instancia, nos obliga a reflexionar sobre nuestras prioridades como sociedad y como comunidad internacional. Las lecciones aprendidas de los conflictos en Irak, Afganistán y, más recientemente, en Ucrania, deben servir como un llamado a reevaluar nuestra dependencia de la solución militar a los problemas internacionales. Mientras el mundo se enfrenta a desafíos globales sin precedentes, desde la crisis climática hasta las pandemias, la inversión en la guerra se presenta como un desvío de recursos críticos que podrían emplearse en abordar estas amenazas existenciales.

El material de opinión de Ignacio Sánchez-Cuenca «Las malas razones del belicismo» no solo nos ofrece una mirada crítica a las dinámicas de la guerra en el siglo XXI, sino que también nos invita a considerar alternativas a la violencia y el conflicto. La guerra, con todas sus incertidumbres y tragedias, nos recuerda la importancia de buscar soluciones que promuevan la paz, el entendimiento y la cooperación internacional. En un mundo cada vez más interconectado, la capacidad de resolver conflictos a través del diálogo y la diplomacia es más crucial que nunca. Solo entonces podremos esperar cerrar el capítulo de la guerra y abrir uno nuevo dedicado a la construcción de un futuro más pacífico y seguro para todos.

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